.
El cielo azul de la tarde me sonríe asomando entre los cúmulos, invitándome a dar un paseo en moto. ¿A dónde ir? En esta época del año, el sur es casi siempre el rumbo más seguro, así que cojo la indumentaria y, antes de darme cuenta, voy a dos ruedas sobre la carretera que lleva al condado de Treviño, ese trozo de Burgos que quedó apresado entre términos municipales alaveses. El mediodía ha quedado atrás hace rato y me restan pocas horas de sol. Se alargan ya las sombras sobre el asfalto cuando llego a la taberna Dulanto, parada obligada para un cafelito que me atempere el cuerpo.
Parada en la taberna Dulanto, Burgos.
No sé, en realidad, hacia dónde me dirijo. Como otras veces, me dejo guiar por la inspiración, o más bien por el capricho. Donde vea una aldea que me llene la vista, acaso la torre de una iglesia entre el boscaje o algún pueblo que dormita entre sembrados, ahí guiaré la moto.
En un bajío, a mi izquierda, destacando sobre el campo verdegrís bajo un sol que ya declina, los tejados de Pariza me tientan; pero los dejo pasar: tengo más ganas de carretera; quiero divertirme en las curvas de algún puerto.
Pariza, en el camino a Bernedo.
Al cabo, pasados otros pueblos castellanos, es Álava de nuevo y ahí encuentro lo que busco.
A seis leguas de Vitoria, al pie septentrional de la cordillera de cerros que dividen Álava de Navarra, donde las aguas de los ríos Ega e Inglares unen las tierras castellanas y navarras, se encuentra la villa de Bernedo, cuartel general que fue de las Provincias Vascongadas a finales del s. XIX: un medieval enclave fronterizo, paso obligado para mercaderes y viajeros entre Castilla y la llanada Alavesa.
Bernedo bajo la sierra de Cantabria.
La sierra de Cantabria, que así se llama, cubre ya en sombras el valle y dibuja su perfil en los cerros que lo protegen del frío norte. Sobre éstos, un estrato de nubes plomizas le han dado a la tarde una luz azulada y húmeda, de granito y acero.
Tejados de Bernedo a la luz azul de la tarde.
Ruedo muy despacio, ascendiendo por la empinada cuesta que lleva a la plaza, y me siento pequeño bajo el imponente flanco norte de la iglesia-fortaleza, que no puede disimular su otrora función defensiva.
Iglesia dedicada a la Natividad de Nª Señora.
Aparco a Rosaura en la amplia y silenciosa plaza, junto al pórtico de la iglesia, cabe una hilera de árboles recién talados, recios y ñudosos. Miro a mi alrededor: algunas columnas de humo blanquiazul, destacándose contra el bosque desnudo, delatan vida en los hogares; pero no veo ni un alma.
Plaza de Bernedo
Rodeo la iglesia y me adentro en las calles desiertas y umbrías. Los antiquísimos orígenes de Bernedo se remontan a los focenses, colonos griegos que la fundaron con el nombre de Velia; y, como tal, figura entre las ciudades del convento jurídico de Clunia. Muchos siglos después, en fecha incierta, sobre Velia se fundaría Bernedo, cuyo nombre aparece por primera vez en la historia cuando, en 1182, Sancho de Navarra, apodado el Sabio, le otorga el fuero de población, como hizo con tantas otras villas que ya hemos visitado. También a semejanza de ellas se construye como plaza amurallada, de tres calles horizontales paralelas a la falda de la sierra, comunicadas entre sí por callejas y cantones, y dominada por un castillo, ahora desaparecido.
Traseras de la iglesia
Callejón entre dos de las calles principales
Una inscripción casi insólita sobre la fachada de una casa céntrica y aislada, junto a la plaza, llama mi atención y me obliga a detenerme unos minutos. La leo una y otra vez. “En la casa de Elojura no faltará desventura. La maldición de la madre abrasa y destruye de raíz hijos y casa.” Es la primera vez que me encuentro ante una casa maldita. ¿Qué tragedia esconderían esas palabras? ¿Qué leyenda arrastrarían? Pero nadie veo a quien preguntar y me quedo con la intriga.
Casa maldita de Bernedo
A lo largo de su historia, gozó Bernedo de singulares gracias y privilegios, como la interdicción de los desafíos o la prohibición de usar las pruebas vulgares de agua caliente y hierro hirviendo, así como la exención de pagar derechos de aduana; y, aunque el rey navarro Carlos II les impuso la gabela de portazgo, los villanos apelaron, con éxito, al rey de Castilla para que intercediese por ellos.
El consistorio de Bernedo
Puerta la Sarrea desde intramuros
Mis pasos pronto me encaminan a la puerta de la Sarrea, única de las tres entradas que se conservan de la antigua muralla que defendía a la villa. Puertas afuera, continúo un trecho por el camino hacia la ermita, que va ascendiendo en suave pendiente la ladera y desde donde voy ganando una bonita vista sobre el pueblo. El sol ya únicamente alcanza a iluminar las crestas de los cerros fronteros.
Bernedo desde la puerta Sarrea
Es un pueblo recogido y bien cuidado, como la mayoría de las localidades vascuences; de bonitas casas bien conservadas o restauradas, de ambiente apacible y acogedor aun en esta fría tarde invernal. Un pueblo cuyas piedras tal vez sueñan con viejas glorias pasadas, añorando su muralla y su castillo de Castilla; piedras que acaso recuerdan su pertenencia a Navarra; aunque ya a finales del s. XIV, por acuerdos y avenencias entre ambos reinos, el navarro Carlos III había dado la fortaleza, en tenencia, al castellano Enrique II, quien encomendó su guarda a los alcaldes de la propia villa.
Viejo granero extramuros de Bernedo
Curioso balcón sin barandal.
Pero no fue sino hasta finales del s. XV que Bernedo se incorporó definitivamente al reino de Castilla, otorgándole los reyes el mando de la plaza a Pedro López de Ayala, el comunero, que después, como ya conté en mi visita a Salvatierra, siendo señor de esta ciudad se levantaría contra su rey, Carlos V, en la guerra de las Comunidades, siendo a la sazón alcalde de Bernedo don Diego Martínez de Álava, quien obtuvo para la villa, de los RR. Católicos, los mismos fueros que tenía Vitoria. Mal, en cambio, pagaron los villanos a este alcalde, apresando a su hijo y levantándose contra la Corona en dicha guerra. Pero al terminar ésta, y derrotado el Comunero, la villa volvió a ser gobernada por los Martínez de Álava.
Un umbral bien cuidado.
El pórtico de la iglesia de la Natividad, mirando hacia la plaza.
Llena mi cabeza de yelmos y espadas, almenas y portazgos, vuelvo sobre mis pasos hacia la plaza con su magnífica iglesia. Unos niños desaparecen tras un recodo y los sigo por curiosidad, pero ya no veo ni rastro de ellos; continúo y vengo a dar a un romántico rinconcito donde un bebedero con tres caños amonesta, desde hace un siglo y medio, con pena de cuatro reales a quien allí lavare.
Fuente bebedero, con su amenaza de multa.
Antes de emprender el regreso bajo a pie hasta la carretera, donde al llegar vi un bar abierto. Es el único lugar del pueblo que muestra alguna vida. Pero ya no es hora de tapas ni pinchos; lo que apetece es un cacao calentito que me caldee un poco las carnes antes de subir a lomos de Rosaura y cabalgar por la carretera de vuelta al siglo XXI..
.