El otoño se abre temprano camino en la llanada alavesa, tiñendo de siena las hojas de los árboles; pronto – el fin de semana menos pensado – montar en moto por estas tierras no será una experiencia tan placentera como ahora. Hay que aprovechar los últimos días cálidos; así que agarro una cazadora ligera y el casco jet, echo un vistazo al mapa, otro al cielo, y saco a Rosaura de paseo. Vamos a visitar la que, durante siglos, fuera Leal Villa de Salvatierra.
Pese a que algunas nubes altas enturbian el azul celeste y afean los colores de la tierra, el aire se siente tibio y agradable. Da gusto.
Doy un rodeo por el embalse de Ullibarri para entretenerme un poco con las ágiles y conocidas curvas de la carretera que lo bordea, frecuente ruta de domingueros y motoristas. La primera parada, obligada, la hago en el Etxe-Zuri, lugar de encuentro de unos y otros. Más que invitado me siento compelido a parar, cuando veo la media docena de motos en batería, como monturas en un pesebre, que se exhiben en el aparcamiento. Rosaura no desentona. Hay en la terraza un grupo de moteros carbonilla dándose un festín, y supongo que serán suyas las cabalgaduras de horquilla delantera invertida.
Un generoso pincho de tortilla y una sidra me sirven de almuerzo. Algunos rayos de sol que se cuelan por entre los altocúmulos me calientan el cuerpo y me reconfortan el alma. Me gusta la costumbre vascongada de pedir en la barra y sentarse luego a una mesa, sin la presión (ni el recargo) de los camareros de terraza. Aquí no hay dos precios, como en muchas otras partes de España. Te sirven, pagas, y tomas tu consumición donde te parezca.
Vista desde la iglesia de Ozaeta
Al acabar, monto y enfilo la carretera que discurre a lo largo del templado y fértil valle del Barrundia, protegido de los fríos vientos del norte por la sierra de Urquilla, moteado de aldeas entre los sembrados y las arboledas; aldeas que han perdido, en gran parte, su sabor de antaño a causa de las urbanizaciones que casi todas albergan: el amable clima y la cercanía a la capital hacen de este valle objetivo idóneo para una segunda vivienda. Los prados están llenos de sanas y ubérrimas vacas lecheras. Lástima que la industria láctea regional esté secuestrada por una política de inmersión cultural que les impide colocar mejor la rica y espumosa leche que aquí se produce.
Cautivado por el gallardo perfil de su iglesia sobre una loma hago una parada en Ozaeta. Bajo el pórtico, un grupo de chavales beben y charlan en español. A lo largo del costado sur de la iglesia está el típico bolatoki.
Unos kilómetros más adelante llego a Narbaiza (o Narvaja), y esta vez es la triste casona abandonada de algún indiano, junto a la carretera, lo que me hace detenerme. Cerrada la recia puerta de doble hoja, ajada y cenicienta la madera de ventanas y galerías, rotos algunos vidrios, llenas las paredes de desconchones, desdentado el alero de los tejados, es en verdad el nostálgico recordatorio de un tiempo que ha poco se ha ido para siempre. Un cartel de “se vende” rubrica el triste destino de estas construcciones que un día se erigieron con orgullo y quizá rebosaron de vida.
Vieja casona en venta de algún indiano, en Narvaja.
Me doy un paseo por la aldea, que parece como desierta; no se oye un ruido ni se mueve un matojo. Me gusta colarme en los pueblos cuando sestean porque el recogimiento en que se sumen me permite captar mejor su esencia y deja el campo abierto a mi imaginación. En un extremo de Narvaja se erige otro testigo de un pasado mucho más remoto y decadente aún: la casa semiarruinada de alguna noble familia, invadida por los yerbajos, hundida la techumbre a trozos, tuerta de celosías, exhibiendo aún en la fachada un escudo de armas que ya a nadie importa. El brillante canalón del alero atestigua el estéril esfuerzo de algún último heredero por evitar la ruina del edificio. En los valores de la vida moderna ya no hay lugar para estas mansiones; otras son las prioridades del dinero.
Decadencia de la nobleza.
Entretanto, en otros rincones de la aldea, se hace acopio de leña para el invierno y se ponen a secar las ristras de pimientos en las ventanas que dan al sur.
Pilas de leña junto a un viejo caserío. Narvaja.
Ristras de pimientos a secar.
Al doblar una esquina me encuentro con una tercera reliquia del pasado, este no tan remoto: el viejo letrero de una escuela en los tiempos de la dictadura, milagrosamente respetado por la fiebre antifranquista. No era yo tan niño cuando aún se daban clases en estos sobrios edificios que tan severísima educación cobijaron.
Vieja escuela de tiempos de la posguerra.
Atravesando un rastrojo me encuentro con esta curiosa construcción, que no sé lo que es. Parece un cruceiro gallego, pero lo que alberga no es una cruz. Cualquiera que fuese su objeto original, hoy día sólo sirve para que algún campesino guarezca las rejas de su arado.
Sierra de Urquillo desde Narbaiza.
Ya de regreso para continuar mi viaje, me doy cuenta de que he aparcado la moto cerca de una bonita y rica casona, seguramente rehabilitada. Me resulta curioso el contraste con las otras que he visto en la aldea. Estos son los nobles y los indianos de ahora. Cambian las modas y los estilos, pero donde hay buen gusto siempre se nota.
Casa en Narbaiza.
Comienza el sol a declinar hacia poniente y continúo yo mi camino hacia oriente. En esta época del año, es la mejor hora del día para la moto, y puedo incluso prescindir de la cazadora. Conduzco sin prisa, mirando todo a mi alrededor; llevo la visera levantada y la postura erquida, recibiendo de lleno el cálido aire de la tarde.
Desde Narbaiza ya destaca contra el cielo el maltrecho campanario, medio conquistado por la hiedra, de la iglesia en ruinas de Gordoa. Apenas queda nada más de ella, salvo el trozo de muro en que estaba la puerta, con una curiosa decoración que recuerda a la grecia antigua. Y como el hombre es un animal de rapiña, al torreón le faltan los sillares hasta media altura; es de suponer que, tras el derrumbe de la iglesia, los lugareños los saquearon para construir sus casas.
Meditando sobre estos viajes caigo en la cuenta del asombroso esfuerzo constructor de la Iglesia Católica: no hay en zona cristiana aldea, ciudad o población, por pequeña que sea, que no tenga su ermita o su parroquia, su catedral o su iglesia, cuando no son varias o muchas. Me admiran la energía, la tenacidad y constancia con que, durante ya dos milenios hace, se erigen estas construcciones, recias, duraderas y costosas. Sólo la fe o la ambición, mantenidos siglo tras siglo, pueden haber impulsado ese esfuerzo; que ha hecho, por cierto, de España lo que es y de los españoles lo que somos, nos guste o no.
Y antes de girar hacia el sur en busca de Salvatierra hago la última parada en este valle: Zalduendo, hito jacobeo de la ruta secundaria a Santiago y villa que fuera señorío de la casa de Oñate durante más de cuatro siglos, hasta el 1813. Un pueblo que, desde que dejo a Rosaura bajo el enorme árbol junto a la fuente, me cae bien por la afabilidad que muestran sus habitantes: todos me saludan, amistosos; cosa que resulta extraña en esta Vasconia de gente noble pero adusta. Tal vez sea porque Zalduendo es Castilla; o al menos así lo siente al visitante: no se escucha el vascuence por la calle, no hay etxeras en los balcones, y en el ayuntamiento ondea, junto a la inkurriña, la bandera rojigualda.
Me acerco hasta la iglesia, que está abierta porque dos señoras están de limpieza y cambiando las flores. Les pido permiso para asomarme y asienten con simpatía. Una de ellas entra en pos de mí y me ofrece encender las luces para que pueda contemplar mejor el retablo. Lo encuentro muy normalito, así que le miento cuando me pregunta qué me ha parecido. ¡Se la ve tan ufana!
Es un pueblo muy cuidado, de bonitas casas tradicionales y bien restauradas, donde no veo ninguna que ponga la nota discordante. Destaca en el núcleo central el palacio de Lazárraga que, con su impresionante y algo sobrecargado escudo de armas, hace de museo local. Por último, entro al bar y entablo charla con la dueña. Tienen la prensa de Navarra y me explica: es que estamos junto al límite provincial. Pido una Cocacola. Se está bien allí, leyendo el periódico; ha salido el sol un momento y entra alegre por el amplio ventanal.
Es hora de seguir ruta, así que vuelvo a la fuente, monto en la BMW y me encamino al último punto de mi itinerario: Salvatierra. Pero de eso hablaré en el próximo capítulo.
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