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En el último capítulo de la serie Vasconia en dos ruedas castigué al lector con una soporífera ración de historia, y hoy quiero regalarlo con un episodio más pictórico y digerible: vamos a viajar en moto por una de las rutas paisajísticamente más hermosas y variadas de Vascongadas hasta el mismísimo confín de Álava, a su rincón más escondido, olvidado y remoto. Buscando el ocaso, pasaremos por la singular Añana y el plácido Espejo, llegaremos hasta Bóveda, allende las tierras de Burgos, y aún recorreremos unos quilómetros más para pisar el límite provincial, “donde da la vuelta el aire”.
¿Preparados?
El día está medio nublado, pero no lluvioso, y la temperatura es agradable. Salgo con Rosaura del centro de Vitoria en dirección Madrid y a los pocos quilómetros, en Nanclares, me aparto de la autovía por una carretera que esconde sorprendentes parajes y hermosos pueblos, de los cuales el menos desconocido es quizá Añana, por su peculiar (y casi único en España) valle salado, de cuyos acuíferos subterráneos, que atraviesan sedimentos salinos, afloran a la superficie salmueras (¡de 240 gramos por litro!) que durante más de mil años, y hasta época muy reciente, se han explotado para extraer su “oro blanco” por evaporación. Junto al pueblo, miles de plataformas o eras, canales, pozos y almacenes conforman el singular paisaje de este valle, si bien el cese de toda explotación a mediados del siglo pasado ha supuesto el rápido deterioro de las maderas y estructuras.
Valle salado de Añana
Detalle de las salinas, en proceso de recuperación.
Añana, topónimo de puro origen romano (que ahora quieren euskaldunizar por decreto anteponiéndole la palabra gesaltza, salina en vascuence), es una de las poblaciones más antiguas de Álava, que floreció gracias al mercadeo de la sal, un condimento de gran valor durante toda la edad media; y fue localidad castellana desde sus orígenes hasta el s. XVII, en que se incorporó administrativamente a la provincia de Álava; dato que tal vez deberían tener presente quienes reclaman independencia para el País Vasco por razones históricas (con frecuencia, como es el caso, más imaginarias que reales).
Añana desde la peña rocosa que la domina. Al fondo, los montes del confín de Álava.
Pero no han sido las salinas –por elevado que sea su valor etnográfico– lo que más me ha cautivado de este bonito pueblo, sino su entorno de pastos y arboledas, el caprichoso trazado de sus estrellas y pinas calles y, sobre todo, el romántico abandono de uno de sus más notables edificios, el palacio de los Zambrana-Herrán.
Palacio de los Zambrana-Herrán, medio abandonado tras los muros de su huerto.
Los tristes balcones del palacio, soñando con su juventud.
Son estas viejas construcciones de la añosa geografía rural española las que me invitan a la ensoñación y alimentan mi espíritu nostálgico, mi fantasía romántica, siempre mirando hacia atrás, hacia lo antiguo y pretérito. Tiene para mí el pasado un atractivo irresistible. El pasado digo, que no la historia.
Armoniosas y cuidadas calles de Añana.
En cuanto al entorno del pueblo, si bien se mira, lo menos bonito son precisamente las salinas. Lo mejor es el campo, las peñas, la arboleda.
Una franja de la carretera engullida por el paisaje.
Y por esa carretera que se pierde en el paisaje voy a seguir.
La carretera hacia Castilla se zambulle en el paisaje.
Tras explorar a fondo Añana y sus alrededoes, continúo con la moto hasta Espejo, otro pueblo entrañable y encantador por su pequeñez, por el aire tradicional y el genuino sabor a viejo de sus casas, por la pequeña y anacrónica taberna, increíblemente estancada en el tiempo, que hay junto a la carretera, donde resulta imposible no detenerse a beber un chato de vino junto a los vecinos, ya entrados en años. En las paredes lucen antiguas fotografías y letreros enmarcados dignos de un museo.
La Copa del Generalísimo 1954-1955. Toda una joya.
Espejo. Hay una magia especial en la luz tras los cristales, un día gris y otoñal.
Not many things I enjoy so much as these outings back in time, that make me revive the days of my childhood, those bars in my home village with their wooden counters, the damp-dented walls, the old men playing cards on some wine-stained, vintaged table cloth…
Drinking a wine at Espejo’s bar.
But the best of this day is yet to come, when the road goes deeper into a groves landscape that brings forward to the eye the whole palette of autumn colours.
Palette of autumn colours.
We’re here between Castile and Basque country, the latter shaping a kind of peninsula inside the former, whose limits we cross two times. Formally, the last villages along this valley are Basque, but this is no Basque at all.
Tobillas village (Basque), under the pine woods and ridge bordering with Burgos province (Castile).
But before the hillock that makes the last geographical boundary, where Álava finally ends, we still find Bóveda, a village almost impeccable in its harmony with the country if it weren’t spoiled by some nonsensical, whimsical modern constructions.
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- Fachada de una casa en Bóveda.
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- Bóveda. Una de sus casas.
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- Curioso caserío en Bóveda.
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- Un verdadero tesoro, símbolo de la España rural.
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- Vieja casa medio abandonada. Bóveda.
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- ¿Por qué los alcaldes permiten estas cosas?
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- A alguien le han pagado por esto con dinero público.
Only five kilometres further, after crossing some quite peculiar rocky moorlands, the Basque country officially ends; from there on it’s Castile. This is the true outermost Álava, its remotest and most forgotten part. This is puerto de La Horca (Gallows pass), where the wind turns round.