Vasconia en dos ruedas. Ibarra.

Por Zogoibi @pabloacalvino


Los días buenos de moto duran poco en estas tierras del norte y hay que aprovechar lo que queda de verano. Aun así, conviene elegir con criterio el rumbo, para sacar el mejor partido posible a la meteorología; de modo que miro la predicción del tiempo, sobre todo el viento, y según esto marco mi derrota para hoy en el mapa.

En estas salidas cortas prefiero, mientras el clima me lo permita, usar un casco jet. Ya sé que protege menos, pero… ¡me da tanta libertad!

Los primeros quilómetros, de autovía, me vienen bien para ir entrando en calor: tanto Rosaura como yo. Luego cojo una carretera de segundo o tercer orden que no tiene indicación alguna, aunque por suerte está bien asfaltada. Empieza lo interesante. Al principio voy ganando altitud por unas lomas con fuertes cambios de rasante, flanqueadas por el azul de un pantano a mi izquierda y por el verde del bosque a mi derecha. Según voy ascendiendo, la vista hacia el agua se va haciendo paisaje. Después, la carretera se adentra más en la fronda y, durante un rato, discurre bajo una cúpula de umbríos hayedos, centenarios robledales y tupidos pinares, parcheados de cuando en cuando por algún pequeño prado. En este terreno las curvas son impredecibles y los animales más aún, así que no hay que confiarse; aprovecho para disfrutar de la silva, que parece querer trasladarme a un tiempo puro y lejano.

Inesperadamente, a la vuelta de un recodo, el bosque se abre de repente y aparece ante mí un paisaje que me golpea con su belleza en el espíritu, obligándome a frenar en seco para contemplarlo. Es Aramayo, un valle asombroso e idílico; una de esas nostálgicas Arcadias de la montaña alavesa, hecha de verdes y vibrantes prados, dorados rastrojos, oscuras florestas, perdidos y humeantes caseríos, y rodeada por azuladas montañas. Abajo, en el fondo, se ven varias aldeas y, semioculto por una colina, asoma el municipio de Ibarra.

El escondido valle de Aramayo.

Una de las anteiglesias de la cuadrilla de Zula.

Después del collado, a medida que desciendo hacia el valle por la empinada y serpenteante carretera, Aramayo va embrujándome más y más. En este rincón del planeta aún huele a tierra húmeda y a vaca lechera, a heno y a boñiga, al campo de una era armónica y preindustrial. Es un lugar cautivador. Por la sola fuerza de su pureza, cuesta creer que fuese la cuna del sanguinario Lope de Aguirre, como algún articulista reclama para este valle; dudoso honor.

Caseríos dispersos por el valle.

En cuanto entro a Ibarra, me siento observado con cierta desconfianza. Tal vez porque estoy en uno de los baluartes del euskaldunismo -inkurriñas y etxeras- donde cada forastero puede ser un enemigo; o tal vez es sólo mi sugestión. Dejo la moto bien aparcada y, como es mi costumbre, me adentro por las callejas del pueblo en busca de rincones pictóricos. Al verme pasar un par de veces, un vecino me interpela en vascuence, con tono de interrogación. Le señalo mi cámara y le digo: “turismo”. Me pregunta entonces en español: “¿Turismo interior o exterior?”. No sé qué habrá querido decir. “Simplemente turismo”, le contesto.

Ermita a la entrada de Ibarra, de origen medieval, reconstruida.

En la ribera del río Aramayo, que da nombre al valle, y dominado por la decimonónica iglesia de San Martín, Ibarra quizá fue, hasta hace treinta o cuarenta años, un pueblo inmaculado y lírico, con gracia rural y encanto paradisíaco: así lo dejan imaginar el trazado de sus calles, curvas y angostas, las casas tradicionales, evocadoras de antaño, las ermitas de origen medieval, las huertas en terraza e incluso el riachuelo de cantarinas aguas que lo atraviesa.

Ibarra
Ermita en la plaza del pueblo.
Parroquia de San Martín de Zalgo, neoclásica.
Campanarios de San Martín.


Pero las fraguas y, con ellas, la prosperidad industrial llegaron, desde luego, antes de que las ordenanzas urbanísticas tuvieran tiempo de acotar la construcción, y en la actualidad la mitad del pueblo está estropeada por feos, discordantes y heterogéneos bloques de pisos.

Acabado mi reconocimiento de la aldea, busco una taberna donde llevar a cabo mi ritual gastronómico, pero sólo encuentro dos bares abiertos, ambos de aspecto contemporáneo y llenos de una juventud ruidosa que no me llama la atención, así que lo dejo pasar por esta vez. En otra ocasión será. Rosaura me espera al borde de la calzada y me subo a ella con cierto espíritu de complicidad, como si pudiera entenderme. Pongo en marcha el motor y paso discretamente junto a los bares, levantando algunas miradas. Por mucho que yo quiera, esta moto nunca pasa desapercibida. Ya en la incorporación, doy gas y emprendo el regreso, monte arriba, curvas arriba, inhalando a fondo el aroma del heno. Por el camino me cruzo con un grupo de moteros, pero ninguno me saluda. ¿Se están perdiendo las buenas costumbres?

Al llegar al collado me paro de nuevo y echo una postrer mirada sobre esta Arcadia milagrosa y anacrónica, como las que describía Palacio Valdés. Pese a mis propósitos, me pregunto si realmente algún día volveré.

Diciendo adiós a Arcadia.

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