Afirmar -como se afirma en varios medios- que el cómic está de moda y que su público lector ha dejado de ser un bicho raro para convertirse en un lector formado es, como poco, para mondarse de la risa mañanera y no parar hasta bien entrada la tarde. Quien dice o escribe tal cosa ignora que el cómic nunca ha dejado de estar de moda. Una moda minoritaria y subterránea, vale, pero constante, gracias a un número de asiduos fieles que han creído con firmeza en el valor cultural e intelectual (que son conceptos bien distintos) de ese producto y que entran y salen de una libreria de cómics con la misma naturalidad con que entran en la cafetería del barrio o en la charcutería de la esquina. Pues bien: paradoja. Miren por dónde son precisamente éstos los que siempre han visto como bichos raros a quienes nunca han manifestado la más mínima curiosidad por hojear u ojear un cómic o que, por desprecio de lo que ignoran, tienen al cómic ubicado dentro de la categoría mental de "libro con dibujitos para niños raros, adolescentes asociales y adultos con alguna imprecisa pero severa tara intelectual". Como siempre, la incultura en este bendito país es marca de la casa. La marca España, claro.
El cómic o Historieta gráfica (que es como a mí me gusta llamarlo) es un medio de expresión artística como cualquier otro, ni mejor ni peor. Y tiene, claro, sus propias reglas, su propio lenguaje narrativo. Por eso comparar cómic con literatura es absurdo y baldío.
Yo he sido, si no un buen, sí un agradecido lector de cómics durante mucho tiempo. Aún lo soy y sigo con atenta mirada las novedades de los principales editores especializados. Y sé muy bien que en una determinada sucesión de viñetas de Seth o en un guión de Moore, por poner dos ejemplos, puede encontrarse más belleza y talento que en un millar de abominables páginas de la última obra maestra imprescindible del escritor o escritora de turno.
Decía Jesús Cuadrado, uno de los críticos decanos de cómics de nuestro país, que “en la narrativa gráfica hay obras clásicas y las hay modernas, hay maulas y exquisiteces, timos de la estampita y maravillas imposibles, basuras delirantes y naufragios de la independencia, bazofia consumista y guerrilla estética”. Como en todos sitios, añadiría yo. Por eso y por si acaso quiere algún neófito introducirse en este mundo de la literatura gráfica -tan de moda, como dicen-, les dejo este listado de algunas -veinte, para ser exactos- de las novelas gráficas que a mí más me han gustado de la últimas tres décadas (se considera como primera novela gráfica Contrato con Dios, de Will Eisner, 1978). En él hay representación de todos los estilos, de todas las nacionalidades, de todas las técnicas… con un único denominador común: la calidad narrativa, la calidad gráfica, la calidad artística. Ahí van esas veinte novelas gráficas, para mí, básicas y clásicas. El resto - la búsqueda, la elección, el salto desde el trampolín- es cosa suya.
Barrio lejano, de Jiro Taniguchi (el imposible retorno) La vida está bien, si no te rindes, de Seth (la búsqueda como metáfora) Maus, de Art Spiegelman (la expiación de la conciencia) Jimmy Corrigan, de Chris Ware (la dolorosa asunción de la otredad) Las reglas del juego, de Will Eisner (el pesimismo consciente)
Adolf, de Osamu Tezuka (la cinética de la emoción)
From Hell, de Alan Moore y Eddie Campbell (la émesis del pavor)
V de Vendetta, de Alan Moore y David Lloyd (la magnitud de la libertad)
El almanaque de mi padre, de Jiro Taniguchi (la memoria reconstruida)
Persépolis, de Marjane Satrapi (la valiosa inocencia de la mirada)
Paracuellos, de Carlos Giménez (la lucidez del horror)
Ikkyu, de Hisashi Sakaguchi (el silencio detenido)
Agujero negro, de Charles Burns (la belleza de lo ominoso)
Estigmas, de Claudio Piersanti y Lorenzo Mattotti (el expresionismo de lo frágil)
Watchmen, de Alan Moore y Dave Gibbons (la perfección milimetrada)
Ventiladores Clyde, de Seth (la soledad presentida)
Ice Haven. Daniel Clowes (el malabarismo inteligente)
La ascención del gran mal, de David B. (la sinceridad compulsiva)
Atravesado por la flecha, de Luis Durán (la inexorabilidad del destino)
David Boring. Daniel Clowes (la impronta del desasosiego)
Imagen: el exquisito y elegante trazo de Seth en La vida está bien, si no te rindes