Desde una perspectiva inmanentista nada tiene fines naturales, y nada es naturalmente bueno o malo. Nada es lo bastante noble para merecer existir antes que cualquier otra cosa. Nada está lo suficientemente desordenado como para no realizarse y ser comprendido en alguna estructura matemática. Nada es extraordinario, nada es sorprendente, nada supera a nada. Nada.
Ante quienes ofician las nupcias poéticas entre el ateísmo y la ciencia hay que recordar que el mayor filósofo ateo, Hume, descreyó tanto de Dios como de la razón, y despreció tanto a la ciencia como a la belleza. Una sopa de fenómenos es un sujeto, no un cosmos. Para elevarse es necesario estar dispuesto a descender y a ser juzgado por la Verdad.
Mas, si no podemos tener siquiera una noción de desorden, no hay orden por el que preguntarnos. Alguien que afirmara desconocer qué no es una línea recta no sería capaz de identificar dichas líneas, o estimaría que todas lo son, convirtiendo su búsqueda en fútil. Por ello, el ateísmo, que así cree igualarlo todo, todo lo echa a perder. No conduce a la contemplación de la admirable regularidad de los elementos, a la que los paganos adoraban bajo el numen del Gran Pan o totalidad sagrada. Es, más bien, indiferencia ante un universo indiferente, furia ante una naturaleza furiosa y confusión ante un mundo confuso. Un ateo no busca la paz ni el sentido en el ateísmo; de hecho, no busca nada, o busca gozar y olvidar. Si cree encontrar algo que lo ilumina o lo dignifica, apostata. Los éxtasis ateos son creyentes.