-¿Sabes Jordi?, la abuela ha muerto.-¿Sí?-¿Podrías venir?-Por supuesto.
No fueron necesarias muchas palabras más para ponerme el traje negro y la corbata negra, subirme al tren y tras varios transbordos llegar a las cuatro y media de la tarde al funeral.
Allí me esperaban todos en la sala comiendo un delicioso manjar que habían colocado en exquisitas cajas lacadas. Tempura, carne y verdura todo aderezado con la cantidad justa de arroz y una de las mejores sopas que he tomado nunca.
El hijo se me acercó y rellenó mi vaso, y yo hice lo mismo con el suyo. Y el de su hijo también. En todo momento, a pesar de su tristesa, se encargó de que no tuviera mi vaso vacío.
Hay cosas universales. Aunque ambos nos separan una generación, somos de culturas diferentes y hablamos idiomas dispares, tan solo un abrazo y un apretón de manos fue suficiente para intercambiar lágrimas y sentimientos de apoyo. Las palabras fueron de más.
Esto es un "Rin", una campana en forma de cuenco que el sacerdote golpea mientras recita unos versos
Fue día de comer en exceso (tres veces en abundancia), de llorar y llorar. De que las diferencias de cultura en lo que se refiere a funerales me dieran varias hostias de frente. Y de lado.
Este sobre se le llama "Koden" y dentro se mete una cantidad de dinero para la familia. Antes de regresar a casa, se le entrega un regalo por asistir (solamente a los no familiares)
Por mucho que leas sobre eso, cuando la familia te entrega esos palillos y te dice que coloques con el de enfrente lo que queda de esa señora la cual todo el mundo dice que era tan entrañable, que quereis que os diga, el corazón me dio un vuelco que casi cae al suelo rompiéndose en mil pedazos. Nunca lloro. La abuela y yo no tenemos lazos de sangre. Nunca hemos hablado, pero ese momento lo recordaré toda la vida. Ese par de minutos fueron los que agarré con más fuerza los palillos para no temblar, pero a la vez con más delicadeza para respetar a los mios.
Si, digo mios porque aquella familia, de 50 solamente conocía a unos pocos, pero mira, dicen que los japoneses son cerrados, pero todos me dieron la bienvenida. Todos preguntaron por mi. Casi todos sabían quien era, de donde venía. Mi nombre les costó mucho, eso hay que decirlo.
En lugar de poner barreras entre nosotros, su mayor preocupación era de que entendiera sus costumbres en esa situación.
Mira por donde, tras cuatro años en Japón, creyendo que ya todo lo importante lo había vivido, va y experimento lo más espiritual de mi vida.
Todo terminó con el Okiome, reunión de todos los más allegados para volver a comer. Allí, un familiar dijo unas palabras a la familia y volvimos a comer y a beber con la urna con los restos de la abuelo prescidiendo la sala.
-Jordi, que bien que hayas hablado con tanta gente. Se han sorprendido que hablaras y los entendieras tan bien.-Sí, pero seguro que no se acuerdan de mi en poco tiempo.-Bueno, seguro que si ven a un extranjero alto, grande, y de piel blanca seguro que piensan... "¡Ah, es Jordi!".