Vuelvo a Sevilla tras unos meses de ausencia y la ciudad me saluda en una limpia mañana con la benevolencia que se ofrece al hijo pródigo de necesidad, pues no a placer o a desgana se origina mi ausencia.
Vuelvo a respirar la ciudad, cuya gracia y compostura tiene por espejo el río, cielo inverso donde se contempla alborozada como una joven sabedora de su belleza que sólo entregara su encanto a los fieles que saben ensalzarla en su armónico y luminoso poema.
Así es Sevilla.
En el museo de Bellas Artes, los óleos de Julio Romero de Torres (presentados en exposición retrospectiva de su obra) crean una analogía atinada de este espíritu en aquellas sus musas misteriosas de ojos graves presas de un oscuro designio, centro de sus dramáticas alegorías, desbordadas de un contenido erotismo.
Visito las venerables iglesias donde los siglos fermentan en la devoción popular que abruma las naves. Es la misma devoción que ha montado los belenes tradicionales que se exhiben esplendorosos en estas fechas, retablos costumbristas españolizando las escrituras en un castizo alarde de entender la vida y la trascendencia.
Las calles populosas de gentes y de luces preludian ya la navidad en una anticipación de requiebro urgente, desatendiendo la realidad para empozarse en el veleidoso ensueño andalusí, alma de nardo del árabe español creando su propio paraíso artificial de donde está excluida toda miseria, reinando por siempre la belleza en su eternal forma, impávida e inmaculada.