Velo vs Crucifijo

Publicado el 22 abril 2010 por Dcarril
También el filósofo ha de bajar de la montaña y de vez en cuando intervenir en los asuntos del pueblo. Por eso hoy vamos a hablar del muy discutido debate en torno al velo islámico, que está causando cierto furor entre la población, a causa del reciente caso de la niña de Pozuelo de Alarcón que ha deseado colocarse esta prenda para ir a clase. En primer lugar, nuestra opinión es la de un ciudadano cualquiera, no la de un experto. Aunque este caso se presta precisamente al análisis de uno o más expertos, pues lo primero que se puede destacar de él es su complejidad. Así por tanto, como ciudadanos y no expertos, sólo podemos optar por la “vía negativa” que tanto agradecemos a la Escolástica. Si no podemos formar una opinión decisiva en este asunto a causa del poco espacio y de la necesidad de información más precisa, sí podemos rebatir, al menos en cuanto a lo que la opinión común ha demostrado en los comentarios vertidos de diversos diarios, las tendencias que en torno a este tema no comprendemos o no vemos legitimadas. Dos falacias aparecen de pronto en la mente del observador, y son las que siguen
1) La falacia de la “sumisión”. Se ha podido leer en algunos sitios que el velo representa un acto de sumisión ante el hombre, lo cual en medio de una cultura laica y abierta no debería permitirse. En el asunto que nos ocupa, tal argumento es una falacia evidente, pues no se trata aquí de las convicciones particulares del sujeto en cuestión, sino de si la ley constitucional que ampara tales convicciones choca y de qué forma lo hace con la regla particular del centro de no permitir prendas sobre la cabeza.
2) La falacia de la “gorra”. Afirma que, de igual modo que no se permiten en el centro prendas sobre la cabeza, el velo, en cuanto que tal prenda, no debe ser permitido. Esta falacia se basa en el subsumir bajo la misma categoría objetos con significados distintos.

Pues en la medida en que el llevar una gorra sobre la cabeza no está relacionado con la ley constitucional que ampara el derecho a la libre expresión de las convicciones particulares, el velo sí lo hace, y esto es una evidencia de que no se trata de lo mismo. En efecto, el velo es expresión de una creencia religiosa (en este caso, de una cultura que se define en términos de religión), mientras que la gorra no lo es. Podría afirmarse, llevando ya el argumento a su límite, que también la gorra es un elemento, símbolo o expresión de una forma de vida determinada. Pero en este caso la diferencia es que en el asunto del velo se trata de un sentido de cultura “fuerte”, (esto es, bien determinada en sus hábitos, creencias, modos de enfrentarse a lo real y de organizarse socialmente), frente al caso de la gorra, que debe pertenecer al concepto de una cultura en sentido más bien “débil”. Aquí no se trata de discernir si una cultura “fuerte” es superior a otra “débil”- en virtud, podría decirse, de su mayor complejidad y contenido para enriquecer lo real-, sino que se quiere poner de manifiesto la diferencia, la alteridad, bajo la cual podemos afirmar que no nos enfrentamos a la misma categoría de objetos.

El asunto principal en torno a este tema es de origen legislativo: lo que tiene que establecer- en este caso el experto en leyes, no el ciudadano- es la relación entre la regla particular del centro y la ley constitucional, y determinar cuál debe prevalecer. Sólo entonces se otorgará el veredicto adecuado. Por otra parte, hay otro problema, uno de tipo subyacente. Si el debate que ha generado este asunto se ha declarado en términos de crítica en su mayor parte, es porque quizás lo que aquí se juega es la oposición, más o menos agudizada, más o menos directa, entre una forma de vida y otra, es decir, entre un sistema cultural y otro. Aquí no se está diciendo que existe tal oposición, sino que se actúa como si realmente existiese

Ahora bien, es evidente que bajo la idea de laicidad y de “modernidad”, no se destruyen los menos fervorosos sentimientos nacionalistas y de arraigo. En otro momento consideraremos el mito del desarraigo, pero este mito, podemos decirlo de una vez, nos engaña al creer que de nuestro cosmopolitismo posmoderno, nihilista y sin raíces se deriva una completa falta de identidad del sujeto, identidad que sólo puede resaltarse al contacto con el otro. Y cuando ese otro aparece, es entonces que se evidencia nuestra identidad, cuando nuestra identidad aparece como algo determinado y distinto a lo otro, que nos sobreviene desde el exterior. Lo que entonces tiene que plantearse la democracia es que el otro, en su vertiente menos democrática, ha de ser sin duda cobijado y respaldado por ella misma, pues ella misma se funda en la idea de la tolerancia y la acogida de todo pensamiento. Este es el riesgo que ha de correr y es su responsabilidad. De nuevo, no estamos afirmado que exista ese riesgo. Pero si en el futuro la democracia tuviera que albergar ideas incompatibles con su esencia, no obstante ella debería hacerlo, bien que no se presenten bajo la violencia de las armas y de la amenaza de ataque inmediato. Mientras tanto, la democracia ha de cobijar, como se ha dicho, tales ideas y formas de cultura. Tampoco afirmamos que la democracia sea el mejor sistema, simplemente, es nuestro sistema. El verdadero conflicto surge allí donde hemos de defender un nuestro que realmente no aceptamos- que, incluso, no podemos aceptar-.Pero ese ya es otro asunto.