Brighton Rock
Director. John Boulting
1947
Gran Bretaña
92 min.
Fotografía: Harry Waxman
Música: Hans May
Montaje: Peter Graham Scott
Guión Terence Rattigan y Graham Greene según su novela Brighton, parque de atracciones, 1938
Reparto: Richard Attenborough, Carol Marsh, Hermione Baddeley, William Hartnell, Harcourt Williams
Como no estoy en disposición de meterme en las profundidades (ni en las superficies siquiera) de la apasionante peripecia profesional de los gemelos John y Roy Boulting, poco puedo aportar más allá de hacer notar la variedad temática/tonal de su carrera, que abarca desde filmes de “esfuerzo de guerra” a thrillers paranoicos (la atractiva Ultimatum de 1950)o de espionaje, más bélicos, muchas comedias (las que les dieron mayores réditos en su momento) u otra cult movie como Twisted Nerve, esta dirigida por Roy, que fue quien con más asiduidad se encargó de tal función. Hoy ambos son reivindicados como unos de los más sugestivos cineastas de la todavía por conocer Inglaterra de posguerra, especialmente en los territorios del cine criminal que son los que ocupa esta sinuosa y barroca Brighton Rock, intensa adaptación de un original de Graham Greene co-escrito por el mismo autor en compañía de Terence Rattigan, guionista de gran predicamento durante la década de los 50, principalmente por sus libretos para las películas de Anthony Asquit The Winslow boy (1950), basado en una obra teatral propia y The Browning version (1951). Así la substancia de la obra resulta genuinamente hija del autor, dando lugar a un tortuoso relato católico de culpa, manipulación y desequilibrios psicológicos entre unos personajes situados en los márgenes de la sociedad convirtiéndose, de paso en el que seguramente sea el no primero pero si categórico thriller negro genuinamente británico, apartándose los mismo de las historias de investigación, del whodunit característicamente inglés o de los trabajos de inspiración norteamericana facturados durante la posguerra una serie de pequeñas producciones sobre el hampa local que se desarrollaban en paralelo a la que iba a ser su forma definitiva, con el ahora tratado Brighton Rock municionado con una potente carga metafísica producto de su base que le permite una serie de niveles que van más allá de las historias puramente “de género”, que tendían por el
Los Boulting (con gafas) en el set de Brighton Rock dirigiendo a William Hartnell y a Richard Attenborough
momento a cierta mímesis con sus homólogos norteamericanos y que suelen ser agrupados bajo el denominador de “Spiv Cycle” (siendo “spiv” un vocablo de difícil etimología que definiría al criminal de medio pelo especializado en las actividades derivadas del mercado negro) donde se situarían filmes como They made me a fugitive (Alberto Cavalcanti, 1947), por ejemplo, y donde harían acto de aparición constantes como los personajes excéntricos o el gusto/necesidad por el realismo ambiental (para más y mejor: Realism and Tinsel: Cinema and Society in Britain 1939-48, Robert Murphy, Routledge, 1989)
Sirviendo por lo tanto como año uno de ese cine de gángsters británico que no encontraría pleno desarrollo hasta los años 70 y 80, básicamente entorno a cuatro títulos capitales, Asesino implacable (Mike Hodges, 1971), El largo viernes santo (John Mackenzie, 1980), The Hit (Stephen Frears, 1984) y Mona Lisa (Neil Jordan, 1986), a los cuales podría añadírsele la densa El criminal (1960) de Joseph Losey como punto intermedio en los años, Villain (Michael Tuchner, 1971), un año anterior al legendario título con Michael Caine y que contaba con protagonismo de Richard Burton como gangster ultraviolento, homosexual y psicótico o Los Kray (Peter Medak, 1990), extraño biopic, entre lo seco y lo onírico, sobre los mafiosos reales Reggie y Ronnie Kray (este último ya había servido de formón para determinados aspectos del personaje de Burton en la antedicha), amos del Londres de los 50 y 60 convertidos en una suerte de iconos lumpen o la contundencia de la menospreciada Shiner (2000), el mejor film del habitualmente gris John Irving aquí apoyado en la icónica presencia de un Michael Caine nuevamente espléndido, nada que ver con su última y lamentable aportación en la muy discutible Harry Brown (Daniel Barber), un ejercicio de justicia ciudadana que bien poco se diferencia en su demagogia de los peores momentos de Charles Bronson y similares.
A parte, aunque compartiendo no pocos rasgos quedarían dos películas pertenecientes al furor por la temática irlandesa de los 90: El General (1998), otra biografía, en este caso del ladrón Martin Cahill, mixtura de humor y acidez, de espíritu ácrata y lucidez bruta en estilizado blanco y negro (así debe verse aunque se distribuyera también en color) que representa una de las obras maestras de John Boorman y El crimen desorganizado (Paddy Breathnach, 1997), una rara comedia llena de oblicua ternura que comparte con esta la presencia portentosa del gran Brendan Gleeson. En cualquier caso en Brighton Rock aparecen establecidas las tipologías, los ambientes y el tono que se va a desarrollara hasta el presente, una mezcla de sordidez y estilización, cutrerío y cool, humor negrísimo y violencia crepitante que reaparece sistemáticamente, bien depurado, bien banalizado, tanto en las obras capitales citadas como en otras muchas, desde la psicodelia de Performance (Nicolas Roege/Donald Cammell, 1970) hasta la metaficción de la magistral Croupier (Mike Hodges, 1998), pasando por la acre sobriedad de otra obra de Hodges también con Clive Owen, Fuera de control (2003) o de la muy violenta, muy sórdida y muy mediocre Essex Boys (Terry Winsor, 2000) salvada por su excelente reparto, el sincopado ritmo obsesivo de la revalorizable Sexy Beast (Jonathan Glazer, 2001) o la recreación desaforada de la finalmente fastidiosa Gangster No.1 (Paul McGuigan, 2000), estas últimas impulsadas en notable medida por la exitosa vampirización que de los estereotipos más restallantes del género realizó el saturante Guy Ritchie a partir de su ya insufrible Lock & Stock (1998) y que quizás ofrecen su mejor saldo en una película no suya, sino de su productor habitual Matthew Vaughn, Layer Cake, igual de irritante en su hincapié humorístico-fardón pero al menos realizada con cierta elegancia y mucho menos histérica.
En fin, recorrido atropellado e incompleto por un estilo todavía sin la suficiente relevancia pese a su potencia estético-conceptual y a su arrolladora personalidad, genuina y vernácula que tiene en este fundacional Brighton Rock su marca de salvaje nacimiento, marca recientemente remakeada en un film del mismo título filmado en 2010 por Rowan Joffe (sí, hijo de Roland) y que traslada la acción a la efervescencia mod de 1964 en lugar de ubicarla en la posguerra original.
Más allá de esta singularidad histórica la película de los Boulting -aunque John la dirija es sabido que los gemelos se repartían funciones según tocara y de justicia es, por tanto, reconocer la autoría colectiva- permanece no solo vivo, sino feroz. Brighton Rock muerde por culpa (gracias a) de su personaje central y lo que su intérprete protagonista hace con él. Pinkie Brown psicópata de 17 años, coleccionista de muñecas, sádico, infantil, tiránico y alucinado, cuya arma preferida es la navaja barbera y cuyo tortuoso catolicismo no le impiden asesinar, engañar o empujar al suicidio, sino que, más bien, resulta ejercer una especie de autoflagelo masoquista en clave moral. Semejante ejemplar, embutido en un estiloso traje de mil rayas con hombreras, sombrero ladeado y navaja lista en el bolsillo delantero merece en un interprete injustamente olvidado o más bien falto del reconocimiento que merece como es el genial Richard Attenborough, cuya impresionante talla interpretativa se ha visto ensombrecida por su faceta como director de mamotretos. Venía entonces de actuar en otra adaptación de Greene, el film de época sobre contrabandistas The man within (Bernard Knowles, 1947) y de protagonizar otra producción de los Boulting, en aquella ocasión una cinta bélica escrita por el mentado Terence Rattigan, Journey Together (1945) y, principalmente de posicionarse, en virtud de su peculiar físico ambivalente como una suerte de James Cagney al estilo británico en los arriba mencionados “spiv”. Pero a las órdenes de los Boulting su personaje era muy distinto, sus motivaciones inaprensibles y su carácter turbador, un asesino natural que no duda en llevarse por delante a quien sea tal es su instinto de muerte. Capaz, para tapar el crimen inicial, seducir a un muchacha de evidentes pocas luces a la que más tarde convencerá para suicidarse, algo solo evitado in extremis.
El cuerpo aparentemente frágil del interprete (en realidad más semejante a un manojo de alambres) y su rostro aniñado enmarcan una mirada aterradora, y Attenborough entiende que una gestualidad reducida al mínimo, unida la evidente fascinación que ejerce sobre la cámara de John Boulting son el camino directo para la concreción de un personaje imposible de olvidar. Todo lo que se mueve y ocurre a su alrededor tiene el sabor metálico de la sangre y el amargo de la bilis y la dirección no se cansa de recrearse en ello hasta el límite de la crueldad: desde los recurrentes planos de sus manos jugando nerviosamente con una cuerda, hasta es momento desolador en el cual graba el disco de su declaración de amor hacia Rose en una de las múltiples atracciones de la gran feria que es la ciudad. Una magnífica Carol Marsh, auténtica flor de candidez de, debutante aquí y que dejó otra memorable interpretación el clásico de Terence Fisher, Drácula (1958), que le mira con sus maravillosos ojos claros de cordero desde el segundo plano mientras Pinkie escupe su resentimiento y su asco (todo lo cual no hace sino introducir un elemento más entorno a la compleja sexualidad del personaje) al gramófono. Disco este que, tras ser golpeado por el protagonista reaparecerá en la desoladora coda final a modo de ironía insoportable: el disco a quedado rayado y solo repite, una y otra vez “te quiero”.
Si este personaje central asombra todavía hoy por su falta de escrúpulos, su brutal perversidad y las complejidades de su batalla moral, no menos lo hace el acabado general de la película, pese a que, en ocasiones, resulte un film demasiado “escrito”, demasiado obsesionado en demostrar la brillantez de su ejecución (y paradójicamente abusando del recurso a la casualidad), buscando obsesivamente que cada final de escena tenga su enlace obvio en la siguiente y así. En todo caso una perturbación menor, muy menor e incluso de un detallismo agradecido, que de cualquier manera se integra con limpieza en un conjunto arrollador desde su mismo comienza “in media res” (un hombre que no sabemos quien es llega Brighton con el encargo de dejar unas tarjetas para el concurso de un periódico y es reconocido por los criminales protagonistas que se lanzan a su búsqueda por toda la ciudad, a su posterior ejecución en un tren de la bruja, culminando todo con el intento chapucero de fabricarse una coartada que provocará la aparición de una testigo incómoda y de una investigadora improvisada más incómoda todavía) y avanza enfebrecido en un trepidante primer tercio a pleno sol. Aparece de golpe la efervescente captación de ambientes y tipos en un impresionante desfile de carácterísticos y secundarios encabezados por unos geniales William Hartnell con su corte de hiena (o de rata) como segundo del protagonista y la chillona Hemione Baddeley (en un detalle brillante será su estentórea risotada la que provoque que Pinkie la identifique mientras realiza su número cómico-musical en un parque), la cual ofrece un antagonista insuperable en esa Ira Arnold: artista de varietés de cuarta fila, espiritista de barra de bar, derroche de vulgaridad e igualmente de tenacidad que se convertirá en improvisada investigadora ciudadana e implacable némesis (en todos los sentidos, mientras Pinkie Brown es silencioso, frío y elegante, ella es borrachina, vulgar y gritona).
Aparece también, claro está, la genial ironía de situar semejante historia de degradación y sordidez abisal en medio de un escenario todo fachada y purpurina como ese Brighton oscilante entre la elegancia victoriana demodé y la horterez de nuevo rico (aunque un texto sobreimpresionado se encarga de señalar que todas esas maldades son cosa del pasado) y desde el mismo principio crece una puesta en escena rebuscada y crujiente, repleta de angulaciones enfáticas, encuadres elaborados hasta el delirio y agresivo sentido del montaje -el asesinato del pobre Spicer es un alarde en todos estos sentidos: comienza en off visual, sigue con un encuadre estático sostenido sobre al gestualidad de sus actores, sucede a hachazo de edición frenética, y se cierra con una encuadre imposible que deja en primer plano al asesino y en el fondo, reflejado en una claraboya del techo el cuerpo estampado contra el suelo del muerto- y esa fascinante atmósfera simultáneamente estilizada y naturalista, irreal y groseramente cotidiana que abre el film en medio de un domingo soleado en una ciudad repleta de gente bulliciosa y lo cierra en medio de una noche de tormenta, en los más oscuro del pier de Brighton.