En 1937, tras agotador viaje de tres días en autobús, llega de Mérida a Caracas una familia de abuela, madre, nieta y nieto. El pequeño Román José Chalbaud Quintero, de seis años de edad, luce un primer apellido de cierto lustre, del cual no le tocan ni ventajas ni herencias, sino el ejemplo de mujeres laboriosas, autónomas, que luchan duramente por sobrevivir en la oleada de seres sin destino que la provincia arroja a la capital.
Esos primeros años en las barriadas del Nuevo Circo, San Agustín, Capuchinos y El Guarataro le aportan ya las materias de su obra futura: respeto por las mujeres, tesonero sostén de las familias venezolanas; estudio de las estrategias de vida de la barahúnda de desplazados y desclasados que el cerrado orden del latifundio empuja hacia las urbes y que los presumidos llamarán marginalidad.
Román, al igual que su contemporáneo el también provinciano Salvador Garmendia, está tras la pista de “los pequeños seres”: aquellos a quienes ni legados ni suerte depararon un nicho privilegiado en la escala social y deben inventarse la vida ante la brutal realidad.
Cada cual por su cuenta asiste a los destartalados cines de barrio, atisba tras las puertas oscilantes de los botiquines las divagaciones de los genios parroquiales que jamás llegaron a nada.
Su madre inscribe a Román en la Experimental Venezuela, escuelita pública estilo trasatlántico donde se ensayan los últimos métodos educativos y los recreos son anunciados con una grabación de La danza de las horas. Allí conoce a Isaac Chocrón y deciden ambos inventarse la vida en profesiones casi inexistentes en aquella capital aldeana: dramaturgos, cineastas, teatreros, inventores de otra vida más rica, prodigiosa y perdurable: la del imaginario.
En el Liceo Fermín Toro conoce al exiliado maestro español Alberto de Paz y Mateos, creador de un taller experimental de teatro del cual forma parte también Nicolás Curiel. Se infiltra Román en los estudios, primero de la radio, luego de la televisión, cumpliendo paso a paso el rudo doctorado de la práctica que lleva de cargacables a director. A comienzos de los años cincuenta es asistente de dirección del mexicano Víctor Urruchúa, quien filma dos películas en Venezuela, y desde 1952 es asistente de Paz y Mateos, director artístico de la recién fundada Televisora Nacional.
Eran tiempos heroicos, en los cuales se transmitía en vivo y en directo, sin grabación previa ni posterior montaje, ni más opción que la de acertar. La noche del ensayo general de su pieza Requiem para un eclipse a Román lo secuestra la policía política de Pérez Jiménez, y sólo recupera la libertad a la caída del dictador.
Son los atropellados comienzos de una carrera destellante, no sólo por la cuantía, sino por la deslumbrante calidad de las creaciones: autor de 17 piezas teatrales y 9 guiones cinematográficos, director de 25 seriales televisivos y 23 largometrajes, gran parte de los cuales forman ya parte de nuestro imaginario colectivo. Así llega al estrellato de la Santísima Trinidad del Teatro venezolano: Chocrón, Cabrujas, Chalbaud.
En estas duras luchas Román no sólo configura una filmografía, sino además un estilo, que culmina en escuela: lo chalbaudesco. Hay personas y situaciones que encajan en la categoría. La picaresca suplanta invención con simulacro. Venezuela es chalbaudesca.
El mundo patibulario al cual se enfrenta Román excluye muchas veces la esperanza, pero nunca la poesía. Extraer trascendencia de la miseria y belleza de lo horripilante sin disimularlos es la Magna Obra de la Piedra Filosofal del Arte.
Vidas y despedidas son ásperamente breves. Compendios y análisis extensos enaltecerán los méritos de Román; disponemos hoy apenas de escasas líneas para evocarlo.
He conocido directores de teatro que pateaban butacas e insultaban a voz en cuello a los actores. Román trataba absolutamente a todos y todas con gentileza rara en un ámbito donde las diferencias a veces se convierten en pasiones.
Hasta para negarse desplegaba una cortesía infinita. Recuerdo que en un café del centro comercial Chacaíto se le presenta un joven con ínfulas de galán a pedirle un papel. “Pero cómo hago, si en mis películas sólo actúa gente fea”, le retruca Román, envolviendo delicadamente el rechazo en un elogio.
A pesar de sus descomunales agendas de trabajo, leía generosamente los manuscritos que se le sometían, aportándoles sugerencias invalorables. Cuando le presenté La múcura está en el suelo, sobre esas pesadísimas múcuras que, como la Revolución o la liberación sexual, tantas generaciones no pudieron levantar, fue categórico: “No. Esto debe llamarse Muñequita Linda”. Y sobre Muñequita Linda dirigió el montaje teatral, y rodó su última obra cinematográfica, pendiente de postproducción.
En Venezuela filmar es hazaña contra la cual conspiran las fuerzas de lo inconmensurable, desde recursos que desaparecen hasta actores que enferman o rateros que roban guiones e intentan proyectos paralelos. Las dificultades se intensificaron de manera increíble cuando asumimos narrar los momentos cruciales de la Patria en épicas mayores que, tropiezo tras tropiezo, tardaron cada una casi una década en estrenarse.
Así, le planteé el desafío de Zamora, Tierra y Hombres Libres, con colosales muchedumbres de a caballo, que Román resolvió con soltura tras reencontrar mi guion original, escondido por un pícaro mozo que pretendía sustituirlo por el suyo, “referido sólo a la batalla de Santa Inés, y desde el punto de vista de la oligarquía”.
En el estreno de Zamora, se nos encomendó ante un público multitudinario La Planta Insolente, sobre la resistencia al bloqueo de 1902 por Cipriano Castro. No había concluido el acto cuando debí rechazar a otro pícaro mozo que me proponía realizar un oportunista documental sobre el mismo tema. Tras ímprobos esfuerzos de apenas nueve años culminó Chalbaud su obra maestra.
Al dejarnos, nos lega Román sus tres últimos proyectos, sobre guiones que me tomaron años y no me reportaron ni centavos: Muñequita Linda, apenas pendiente de postproducción, Chávez, comandante Arañero y Chávez no se va.
Quizá no sea imposible que entre tantos elogios a su obra, alguien haga algo por culminarla.