No salgo de mi asombro cuando gran parte de los mismos media han aplaudido y alabado la asignación del Premio Nobel de Medicina, hace solo unos meses, al británico Robert G. Edwards por sus investigaciones sobre la fecundación in vitro. Inauguró un capítulo en el campo de la reproducción humana, cuyos mejores resultados están ante los ojos de todos, comenzando por Louise Brown, la primera niña nacida de la fecundación in vitro, que ya tiene treinta años y a su vez es mamá, de manera totalmente natural, de un niño.
Pero, también es cierto que sin Edwards no se daría el mercado de los ovocitos; sin Edwards no habría congeladores llenos de embriones en espera de ser transferidos a un útero o, más probablemente, de ser utilizados para la investigación o de morir abandonados y olvidados por todos. Apostó todo por la fecundación in vitro y permitió implícitamente el recurso a donaciones y compra-ventas que involucran a seres humanos.
Si nos escandalizamos por la venta de bebés, cómo podemos aplaudir técnicas que permiten la compra-venta de embriones? Si denunciamos enérgicamente el tráfico de niños recién nacidos, podremos seguir bendiciendo las técnicas que implican la utilización sistemática de embriones sobrantes en las clínicas de reproducción asistida?