Apoyado en la esquina de la ducha lloraba silenciosamente mientras el agua despeñaba por su cuerpo las lágrimas hacia el sumidero. Así sentía que había sido su vida, hasta hoy. Un maloliente e interminable desagüe por el cual viajaban, haciendo rafting, sus sentimientos, sus deseos, sus ilusiones…
Hijo de militar autoritario, hosco y abstemio en sentimientos, compensado por una madre cariñosa y en exceso protectora, siempre y cuando el “General” no estuviese por cerca y le ladrara que lo tenía mimado, consentido y amariconado. —¡Los hombres no lloran, coño!.
Fue el protagonista de un guión prescrito y arcaico. Colegio religioso, carrera militar, boda por la iglesia y sus hijos, ¡sus hijos!, único premio a una vida muda y en blanco y negro como esas películas de los años 20.
Deambulando entre noches en vela, siendo prisionero de sus dudas y miedos, así como de largas disputas consigo mismo, lo anunció mientras cenaban.
—Me voy de casa.
Su mujer contrajo el rostro, presagiando el terror abismal al ultraje y enjuiciamiento colectivo. No expresaba sorpresa, sabía que cada día que pasaba era una prórroga.
Su hijo le dedicó una mirada de náusea y desapego que le derrumbó, pero el tierno y benevolente abrazo de su hija le recompuso.
Oscar le abrió la puerta de su casa, de su vida, de su corazón… permitiendo que su armario se ventilara quedando perfumado con aromas de Frutas de la Pasión.
Texto: Gloria Santana