Hace mucho que no leo un libro, pero los veo cada día. Me da vergüenza y leyéndolo mientras lo escribo lo asumo y quizá así consiga ser consciente de la magnitud de la tragedia. Las excusas son variopintas y cambiantes según el momento: falta de tiempo, de sueño, de ganas… Muchos, demasiados, estímulos externos, y eso que no he visto ni un minuto de Bob Esponja, que han minado, y siguen, la capacidad de concentración e introspección necesaria para tener la suficiente intimidad con el libro. Todas juntas, o por separado, anulan la curiosidad por la página siguiente si no es aquí y ahora, acabando de un plumazo con esa magia de los primeros días de enamoramiento de un libro nuevo, acariciándolo durante horas, mirándolo con ternura, escuchándole con atención, conversando con él. Antes, hace mucho, devoraba el tiempo en busca de un momento para estar con el amado, el deseado libro, porque sabía que me iba a transportar a una realidad paralela, que me iba a hacer sonreír, reír, reflexionar y dejar mi mente en blanco, casi transparente, mientras me empapaba de su lectura. Cuando no estábamos juntos, su recuerdo se mantenía en el tiempo como el olor del incienso el sabor del más dulce de los manjares.
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