Un hombre de unos 35 años, con campera de cuero negro y camisa abierta en el pecho frenó a una camioneta tipo traffic y nos invitó a subir. “Es mi amigo”, pareció decirnos con los gestos ante la sorpresa explícita de nuestros rostros. “Como si lo conociéramos a él de toda la vida y pudiéramos confiar en sus amigos”, pensé ante su gesto.
Pero no era el caso, acabábamos de conocerlo hacía quince minutos cuando nos habíamos bajado de la ruta transiberiana en Slyudyanka a las doce de la noche, cinco horas más tarde de lo que teníamos previsto llegar. Parados en el andén, no sabíamos para dónde ir. Teníamos un mapa, pero un mapa que dice que es difícil encontrar el lugar de día no es un mapa que te brinde mucha confianza. Menos cuando lo estás intentando usar de noche. Una de las pocas indicaciones que se entendía al leerlo era que debíamos cruzar el puente que atravesaba las vías y pasar del otro lado. Como el malón de gente que se había bajado del tren lo había hecho, nosotros los seguimos. Cruzamos el puente, atravesamos una zona oscura y descampada hasta que llegamos a una especie de avenida. En ese mismo instante y sin entender cómo, todas las personas parecieron esfumarse. Nos miramos a los ojos y pensamos al mismo tiempo: ¿ahora qué hacemos? Ahí fue donde apareció el hombre de la campera de cuero negro.
Le dimos el mapa, lo miró, lo giró, lo volvió a mirar… y nada.
Ahí fue donde apareció la camioneta.
Este es el mapa en cuestión…
Nuestro nuevo amigo abrió la puerta lateral y nos invitó a subir. No sabíamos qué hacer. Nos miramos otra vez y, en silencio, pensamos en todo lo que nos podía llegar a pasar. Estábamos en el medio de un pueblo siberiano, en el sur del lago Baikal, a las 12.30 de la noche, a punto de subirnos a la camioneta con dos desconocidos con quienes no nos podíamos comunicar. En estos casos, solemos tratar de relajarnos y dejar que las cosas fluyan… así que nos subimos a la camioneta. La puerta se cerró fuerte. Con esos portazos que te hacen saltar unos centímetros del asiento. El aliento se fue por unos minutos. Nuestro nuevo amigo se subió con nosotros, pero de copiloto.
Mientras estábamos en marcha por calles desiertas y bastante oscuras, vimos a lo lejos una sirena de policía. Los dueños de la situación se dieron vuelta y nos hicieron señas para que nos agachemos. ¡Bingo!, pensamos, y otra vez se nos fue el aliento.
Luego de unos minutos llegamos a un barrio de edificios cuadrados de la época comunista y de perros ladrando desaforadamente. Nos bajamos. La camioneta se fue y nosotros nos quedamos con el hombre de la campera negra. El aliento volvió al cuerpo. Nos pidió el mapa, lo volvió a mirar en todas las posiciones posibles y con un gesto de reprobación y negando con la cabeza nos lo devolvió. Evidentemente, ese papel al que llamamos mapa, no servía. O sí.
Nos dirigimos hacia uno de los edificios y nuestro acompañante, que a esta altura ya era nuestro ángel de la guarda, nos señaló el número en un cartel azul y blanco. Al parecer, ese era el lugar. Entramos, subimos una escalera y lo que menos parecía ese lugar era un hostel. Pasamos el primer piso y no encontramos ningún cartel o señal que indicara que allí había un lugar para pasar la noche. Todos estaban durmiendo, menos los perros y los gatos que no paraban de molestar y de ponernos más nerviosos. Subimos al segundo y al tercer piso y nada. Recién en el cuarto vimos un cartelito que decía “hostel”. Nos invadió una sensación de tranquilidad, que duraría poco tiempo.
Tocamos a la puerta. Después de varios minutos se abrió y apareció ante nosotros un ruso musculoso en calzoncillos, más dormido que despierto. Otra vez… ¡bingo!, pensamos. En un inglés muy básico nos dijo que el hostel estaba cerrado porque acababa de ser papá. No lo podíamos creer. Ante nuestra cara de decepción y agotamiento comenzó a explicarle en ruso a nuestro acompañante dónde podíamos pasar la noche. Creyó que nuestro ángel de la guarda era nuestro taxista. Pero no solo no era taxista, sino que no hablaba casi nada de ruso. Así que, si bien le escribió las instrucciones en ruso en un papel, también logramos que nos explicara algo en inglés. Teníamos que caminar un kilómetro en línea recta hasta llegar a un cartel luminoso. O algo así.
Nuestro amigo podía habernos abandonado ahí mismo. No tenía por qué caminar un kilómetro con nosotros por un ex barrio comunista, desierto y lleno de perros ladrando. Pero igual lo hizo.
En el camino quisimos entablar una conversación. Señalándonos, le dijimos: “Argentina”. Él nos dijo: “Azerbaijan and ilegal”. Ahí fue cuando entendimos o creímos entender por qué nos habían pedido que nos agachemos en la camioneta.
Después de caminar unas cuantas cuadras con el peso de las mochilas ya por las rodillas llegamos a una pared de madera, con un cartel luminoso. Tocamos la puerta y salió otro ruso, más viejo y vestido. Intercambió algunas palabras con nuestro nuevo amigo y nos hizo señas de que pasemos. Nos despedimos de nuestro ángel de la guarda y entramos. Era un descampado, con una casa donde vivía la persona que nos había abierto la puerta y una construcción de madera en el otro extremo del terreno. Nos dirigimos hacia allí. Había varias puertas. El señor abrió una y nos hizo entrar. Era un cuarto diminuto en el que entraban dos camas chicas y una mesa, con muy poco espacio para moverse. No nos habló de plata ni de tiempo. Nos dio las llaves y nos dijo: “good night”.
Tiramos nuestras mochilas en el único espacio vacío que quedaba en el cuarto y no podíamos creer estar bajo techo. Nos miramos y repetimos una frase que también solemos decir en estas circunstancias:
- Con la luz del día todo se verá distinto, vámonos a dormir.
Y nos fuimos a dormir.
Al final de este camino estaba el lugar donde, finalmente, pasamos la noche.
Así fue como al otro día estábamos caminando por un pueblito que era lo más cercano a lo que imaginábamos de la ruta transiberiana. En un mercado callejero nos encontramos con nuestro “ángel de la guarda”, quien estaba a cargo de un puesto de verduras. Lo saludamos con un fuerte apretón de manos como queriéndole dar las gracias nuevamente en todos los idiomas posibles.
Al volver a la “cabañita” donde pasamos las dos noches, el dueño del lugar nos ofreció pescado a la parrilla que estaba cocinando para él, un amigo y su mujer.
Todo estaba otra vez encarrilado. El mapa no sirvió para lo que estaba creado. Pero sirvió para corroborar una vez más que los buenos son muchos más que los malos.
Dino disfrutando de su pescado a la parrilla.
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