Veo veo: un viaje en tren

Por Maria Mikhailova @mashamikhailova

Escribir sobre un viaje en tren… La sola idea de escribir sobre un viaje en tren me resulta apasionante .He viajado en tren muchas veces. Desde que era pequeña. Mi primer viaje en tren lo realicé desde Ereván a Bakú, por aquellas tierras caucásicas. Tenía cinco años y volvía de la boda de mi tía… o era al revés, ahora no me acuerdo del todo. Tal vez lo hiciera desde Bakú hasta Ereván. Sólo sé que uno de los trayectos lo realicé en avión (también mi primera vez) y otro en tren.

El tren me gustó más. Habíamos pasado la noche viajando.  Me parecía todo un mundo. Los compartimentos privados de cuatro camas -las de arriba molaban más-, con su mesita plegable, su puerta corredera, su espejo, toallas, espacios para maletas, incluso un armario empotrado… todo se me antojaba enorme y mágico. Recuerdo el sabor amargo a té que no me gustaba pero me transportaba al mundo de los mayores que las revisoras de tren, con su inconfundible traje de los tiempos soviéticos, nos traían en vasos de cristal y sus correspondientes posavasos de metal viejo que sólo vi en la URSS, aquellos terrones de azúcar cuadrados envueltos en papel con dibujos. ¡Una casa que se mueve! Eso era el tren.

Años después volví a subirme en uno de esos, esta vez para viajar a Moscú: abandonaba mi ciudad para siempre. Tenía 9 años y lo presentía. Dos noches de tren. El tren de pronto se tornó pequeño, incómodo, pero seguía siendo un espacio mágico, una casita con ruedas. El tren me transportaba (a mí y a mi familia) a la fría madre Rusia que nos debía acoger. Y nos acogió con frío punzante (me pusieron dos jerseys uno encima de otro, aparte del abrigo), indiferencia y hastío.

Los trenes se sucedieron en las décadas siguientes. Crecí y me enamoré de viajar. Recuerdo aun la vista del mar que divisé extasiada una mañana de junio aproximándonos a Barcelona. Viajé más en coche o avión, lo confieso, pero el tren tiene algo especial. Tiene un deje romántico. Viajé por España, Italia, Francia, Austria, República Checa, Holanda, Japón… y sobre todo por Alemania. El sur de Alemania es blanco en invierno y verde en verano. Es un país de contrastes. Es un lugar donde ves montes nevados o llenos de flores, lagos azules o grises, prados inmensos con vacas pastando a sus anchas, satisfechas de su apacible vida feliz.

Viajé de Roma a París y de París a Madrid durante el caos aéreo en España. Y mientras viajaba, soñé. Escribí. No era yo quien viajaba ni tampoco mi novio. Eran mis personajes, abandonados a la intemperie del invierno europeo, quienes regresaban a casa, tratando de encontrar respuestas a su existencia. Ellos y yo éramos lo mismo, pero teníamos motivos diferentes en apariencia.

Volví a viajar también en uno de esos trenes destartalados de los tiempos soviéticos ya en la época de la Rusia actual: la última vez que estuve allí, tras visitar en el hospital a mi abuelo. Era la última vez que le veía con vida, tanto a él como a mi abuela. La vuelta a Moscú había sido larga y oscura. No tenía un compartimento propio, oía el ajetreo de la gente subiéndose y bajando del tren en cada estación en en la que parábamos. Entraban y salían de noche. Venían con sus historias, con sus voces. Yo les oía y les ponía caras sin verlos; los imaginaba y escuchaba, mientras trataba de dormir un poco. Algunos comían pescado, otros bebían. El hedor a alcohol se propagaba por todo el vagón. Unos reían, otros gritaban. Era todo un mundo reducido a aquella larga figura del tren en continuo movimiento: sonidos de megafonía anunciando paradas, maletas moviéndose a todas horas, azafatas malhumoradas comprobando billetes y pasaportes (no entiendo por qué las azafatas en los trenes de Rusia tienen que siempre estar de mal humor, tal vez sea una condición sine qua non para optar a dicho trabajo).

Aquella noche fue larga. Fue triste. Lloré. Nadie me oyó. Era una manera de ser yo en aquellos momentos: sola y a la vez rodeada de miles de almas, cada una en su mundo propio, con sus propios dolores, historias, búsquedas. Lloré por mi abuelo, porque sabía que no le volvería a ver. Aunque no me imaginaba entonces que tampoco volvería a ver a mi abuela.

Sí, los viajes en tren me llevan de algún modo extraño al pasado. Los viajes en tren son melancólicos, son lentos. Te dan tiempo para pensar, para sentir cómo se mueve la vida, cómo se marcha, se agita, se ahoga y renace. El tren siempre vuelve a partir. Llega y parte. Y dentro se lleva vidas, pequeñas y grandes, se lleva risas, se lleva ideas, miedos, preguntas, amores. Se lleva y nos lleva con ellos. Nos transporta a otros lugares, otras ciudades, otros países. Nos acaricia con su traqueteo constante, nos adormece. Siempre acabo durmiéndome en un tren. Un tren que roza la tierra, no se eleva a las alturas ni se vuelve inapreciable para verlo todo desde arriba, contemplar nuestras pequeñas vidas, nuestras casas diminutas, todo reducido a minúsculos trozos de existencia, como queriendo alejarse de la realidad, sobreponerse a ella.

No. El tren está aquí y ahora. El tren profesa amor a la tierra. El tren se acerca a nosotros, a nuestra naturaleza humana. Ve de cerca nuestros errores, debilidades, miedos. Le gusta escuchar nuestras historias en primera persona. Se mueve pero con mayor lentitud. Aunque a veces acelere de pronto. Viajar en tren es pararse de vez en cuando. Respirar. Observar. Pensar, Sentir. Viajar en tren no es sólo conocer, es reconocer. No es sólo ver, es comprender.  Hay muchas formas de vivir. Hay muchas formas de viajar. El tren es sólo una de ellas.

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Este post forma parte del ¡Veo Veo!, un juego de la infancia trasladado al mundo blog, donde diferentes autores comparten un tema común una vez al mes elegido en el grupo Veo veo en Facebook, y por medio del hashtag #VeoVeo en Twitter y otras redes sociales. ¿Queréis jugar? ¡Veo veo! ¿Qué ves?

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