VeoVeo#6: Encuentro en la última frontera

Por Marikaheiki

 Al final del camino de tierra encontré el agua y, junto al gran charco, esperaba un niño.  Estaba de pie, mirándome, con las manos entrecruzadas detrás de la espalda y un poco ladeado, una pose magnífica para alguien que no ha vivido nada y le pesa todo al mismo tiempo. Las mujeres del pueblo me habían indicado el camino y yo, atenta, iba siguiendo los sonidos, las señales y el aleteo de las aves. El viaje te enseña a adelantarte a lo que va a ocurrir, recuerdo que pensé, y acto seguido miré al niño y le dije:

- Te llamas Viktor.

El niño me miró y titubeó primero.

- ¿Y tú cómo lo sabes?

- Es que soy adivina.

Y susurré:

- ¿Sabes qué más sé?

Viktor negó, con las mejillas hinchadas.

- También sé que vives en esa casa allí, a orillas del lago. ¿Sí o no?

El niño salió corriendo. Si al principio pensé que huía de mí, al instante siguiente comprendí que solo intentaba hacerme ir con él. A mitad del camino desigual y borroso que conducía hacia los juncos de la orilla, Viktor se paró y me silbó fuerte. Con la mano me hizo un gesto y yo le seguí por el sendero hasta la casa. Así fue cómo conocí a Paul Latienne.

Alrededor de la casa del lago no había luces. El cielo estaba en ese preciso momento en que todos los objetos de la tierra se convierten en sombras, arropados por el último destello rosa del sol. El agua permanecía profundamente en silencio. Al oeste intuíamos barcas moviéndose, pero la vibración no llegaba hasta la orilla. Parecía que nos movíamos en un segundo plano, frente a una pantalla de cine inmensa en la que se estaba proyectando el primer atardecer de la Tierra. Miré lejos, rellenando los espacios vacíos de mis pupilas. Intuí: allí está Albania, quizá la frontera no está hecha más que de agua, pero allí está, apagándose a la vez que la tierra que piso. Viktor me silbó de nuevo y continué hacia la casa.

Lo primero que Paul Latienne me dijo fue que era la noche de las mariposas. Exactamente dijo esto: “llegaste el día preciso, porque sin luna las mariposas despiertan y con sus polvos rocían el bosque y despiertan las sombras”. Después me llevó a través de la casa hasta una habitación hecha de cuerdas. Me pidió: “siéntate”, y me dio un vaso con un licor de ámbar. Olía floral pero sabía caliente. No pregunté y sorbí despacio, notándolo denso en la lengua. Él no bebía y en cambio me observaba con la paciencia de un león. Porque Paul Latienne era un animal selvático que llevaba en jirones la ropa y la barba pelirroja apagándose con el fulgor del fuego, y tenía los ojos muy oscuros, tanto como el interior de los árboles, y sus brazos parecían las ramas de un ciprés, hechas un nudo pero firmes, emanando fuerzas invisibles.

- Viniste a buscarme y yo te estaba esperando.

- Leí lo que escribiste en el agua y no temí. Entonces me dije que si te encontraba, creería de nuevo. ¿Tú lo habías notado?

- ¿Notado qué?

- Que llegaba.

- Viktor lo sabía. No creas que él no sabe lo que es la magia. Cuando te encontró en el camino corrió hacia mí y me dijo: ha llegado la chica de las manos de sal.

Paul Latienne se levantó y me sirvió el ámbar de nuevo. Aproveché para observar con detenimiento sus pasos: así lo había imaginado, o quizá es que ya debíamos conocernos de otra vida. Sobre las chispas del fuego había un reloj parado. Tenía las manecillas torcidas, como si unas contra otras se hubieran empeñado en chocarse entre sí.

- Entonces viniste a saltar la frontera, ¿verdad? La última frontera.

Asentí. Entonces Paul Latienne me condujo a la orilla. Tenía razón: no había luna, pero se sentía el murmullo de las mariposas aleteando despacio y encontrando en las cuevitas de los árboles un lugar donde encontrarse con sus amantes en la oscuridad. Entre los juncos había una barca de madera vieja. Entonces señaló un punto en el horizonte y me dijo:

- ¿Ves aquello? Es la montaña de Jun. Has mirado los mapas pero aún no conoces cómo suena. Es allí: la última frontera.  Rema recto y cuando oigas la cascada da la vuelta. Solo hay una forma de llegar: tienes que desearlo.

El mago soltó las amarras y en un rumor me dijo: “buena suerte”.

Y entonces soplaron los vientos.

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