Veo caer la nieve mientras pienso lo vulnerable que soy; la fragilidad de la nieve me recuerda que cualquier mínima alteración en el equilibrio del sistema puede destruir todas nuestras certezas. La nieve blanca, minúscula, lenta, efímera en su vuelo hacia el asfalto, cae purísima y brillante mientras la vida se sucede con sus asuntos intrascendentes. Todo parece mucho menos grave cuando vemos nevar. Me pregunto cómo verán nevar Bárcenas y Urdangarín, me pregunto si ellos también piensan entre sublimes y anecdóticos que al final todo puede quedar reducido a un silencioso montón de nieve, todo puede quedar paralizado por causas ajenas a nuestra voluntad; el choque de un cometa o una nevada persistente. Visto así, desde el frío, los asuntos de la política no pasan de ser comentarios azarosos en el desierto de lo real. Bienvenidos al desierto de lo real, que diría Zizec. ¿Para qué sirve lamentar y denunciar y menospreciar la corrupción de otros? ¿Nos divierte apasionarnos en la denuncia de lo que otros hacen mal? La corrupción es un estado del alma, como la tristeza o la euforia. Deberíamos estudiar los principios espirituales de los corruptos y no sus delitos; entenderíamos mejor su lenguaje, sus aspiraciones, sus razones, su forma de ver caer la nieve.
Cuando nieva en Madrid todo queda suspendido de una forma extraña: nada deja de funcionar pero todo adquiere una lentitud beatífica; el invierno congela la vida, el verano la pudre. Siempre pienso que sólo podré ser eterno en invierno. Con esta sensación de espera repaso la prensa, y como si una gigantesca nevada anegara el curso de los acontecimientos desde hace al menos un año, no encuentro ninguna novedad real. Todo parece haberse detenido a la espera de algún cambio climatológico. Nieva con paciencia y sin misericordia sobre los asuntos serios de este país. Ver nevar o lanzarse a las praderas a pelear un puñado de nieve; esa es la cuestión. Ensimismarse con la lenta nevada o salir a la calle a construir un muñeco de nieve. Lanzarse con el trineo de la vida o abrigarse con el calor de la indiferencia. La metáfora de la nieve vale para todo. También hay quien prefiere disfrutar esquiando en países lejanos cuando aquí mismo el barrio se ha convertido en una peligrosa pista de esquí de fondo.
La nieve tiene también una estampa antigua, un relumbrón que viene del pasado, como si toda nieve nos remitiera a la nieve de nuestros antepasados, a las primeras nieves o a las nieves perpetuas que nos observan desde su distancia de millones de años. El frío es distancia y el calor es cercanía, así lo sentimos y así lo siente también nuestra alma, que medita esas distancias al ritmo de la lenta nevada. Cuando nieva dialogamos con nuestra historia íntima, entendemos que la vida es posible a este lado del cristal.
Pero mientras escribo esto la nieve se ha derretido y la sensación de inmortalidad se ha esfumado con vertiginoso aliento. Al final nada es lo que parece, ni siquiera la eternidad.