Nevó en Madrid después de siglos. Mucha gente tuvo que abrir y cerrar los ojos muchas veces porque pensaban que aquello no podía estar pasando allí. Incluso, hubo negacionistas empeñados en afirmar que aquella nieve era distinta, que aquella nieve era mentira, que aquello no era nieve y que a otro perro con ese hueso. Dice un refrán castellano que para creer no hay cosa como ver, pero ante esa ola de negacionistas ya se ha quedado viejo, porque lo ven, lo tocan y lo niegan. Y parece que tienen derecho a poner en entredicho todo, aunque sean cuatro contra el mundo.
La casualidad quiere que la película de la nieve que nosotros experimentamos cada año; que en muchas ocasiones padecimos, algunas bajo mínimos; carreteras cortadas durante días, algunas veces semanas; paleando tejados para que no se hundan, abriendo caminos porque hay lugares y pueblos donde las máquinas no llegan... digo que quiere la casualidad que nieve en Madrid en una cantidad y de una forma que muchos no vieron antes, para que sepan lo que es, medianamente, la incomunicación. Que tampoco lo van a saber porque no han estado incomunicados nunca.
Porque a excepción de ese obtuso negacionista, que camina en sentido contrario, porque tiene que haber de todo, servirá para que se pregunten por el silencio cómplice que durante tantos años ha mantenido la administración con los administrados de rincones como los nuestros que, por su reducida población, no pueden ni plantearse lo de zona catastrófica.
Es conveniente que quienes no lo han visto, lo vean, y que quienes lo pasamos no lo etiquetemos como una vacuna para siempre. Como si no pudiera repetirse otra vez. La historia se repite. Las pandemias, las guerras, las nevadas, todo se repite. Y muere mucha gente. También los que no creen aunque lo experimenten. Ahora resulta que nada es verdad o mentira, que todo depende del color con que se mira.