De vez en cuando, rescatamos una historia enternecedora de las páginas de sociedad de los diarios, cada vez más oscuras, afectadas, qué duda cabe, por ese entorno hostil que nos rodea. Semanas atrás prometí dedicarle un amplio espacio a la herida de la despoblación, cada vez más grande, entendiendo que quienes deben afrontarlo y resolverlo, miran la historia desde las grandes urbes. No es por lo tanto un problema que les sacuda a ellos en medio de la frente, ni que les afecte para su vida diaria. Ellos son los encargados de resolverlo, pero tienen la disculpa ahora mismo de los múltiples frentes abiertos en sus círculos. Y se tiende de cualquier modo a priorizar los problemas cercanos.
Pero existen los pueblos. Y se vive en los pueblos. No es como antaño, cuando se valoraban tanto los pequeños gestos, cuando se compartía todo, cuando un vecino era más que un amigo, cuando el pueblo crecía en gente, no en casas que ahora parecen fantasmas anunciando la ruína más inminente...
No es un problema suyo. Ni es un problema nuestro. Nadie se hace cargo de un asunto que preocupa a todo el mundo, disculpándose cada uno con prioridades y criterios que sirven para ir apagando fuegos donde se prodigan más plácemes y votos.
Esta es la ley injusta de un desorden que se ha ido haciendo cada vez más grande y que se impone ya como un asunto al que todo el mundo mira desde lejos.
Todos, menos quienes lo siguen viviendo y padeciendo a diario.
En la imagen de Estalayo, La Lastra