Un Seat 127 naranja
Recordaba en una conversación de ayer los veranos en los que las familias trabajadoras de Madrid descubríamos la playa tras largos viajes por las carreteras de los años 70, embutidos en los coches de la época (en mi caso, en el Seat 127 de mi padre), con yo y mis hermanos amontonados en el asiento de atrás y sin cinturón de seguridad. Aquellos años felices plasmados en fotos que han virado a sepia y en las que por desgracia ya hay ausencias, aquellos tiempos despreocupados de la infancia, cuando todo parecía al alcance de la mano. Un poco de agua, de sal, de sol y de arena de mar durante los quince días del apartamento en Fuengirola daban para calentar el cuerpo todo el año, con mi madre embadurnándonos el cuerpo de cremas para que no nos quemáramos con el rey sol; lo que yo hago ahora con mi hija. Me acuerdo ahora de nuevo con nostalgia de aquellos tiempos, justo esta mañana cuando acabo de dedicarme a uno de los mejores momentos del día: el riego de las plantas en esta casa tan linda, cuando intento repartir agua y cariño entre las macetas, viendo cómo se empapa la tierra que luego impulsará la vida a seguir medrando. Si solo necesitamos un poco de sal, sol y agua para vivir, bienes que son gratis y abundantes, ¿por qué la vida se muestra tantas veces tan avara con tanta gente?