La Pizca. Miau.
“Andando, andando, / que quiero oír cada grano / de la arena que voy pisando”. El consejo en verso es de Juan Ramón Jiménez, y me he propuesto seguirlo a pies juntillas durante el par de meses que el verano ha comenzado a desenrollar a mi paso, meses en los que mi objetivo principal será hacer pocas cosas. Y hacerlas sin prisas.
El sábado está cubierto, pesado, uno de esos días que parecen negarse a respirar. Desayuno en la cocina, sentado a la vieja mesa de olivo, una chuleta de sajonia con puré de patatas, un zumo de pomelo rosa y un café, mientras arriba, en el despacho, suena el primer disco de Bobbie Gentry. Me alegra comprobar que la Pizca comienza a adaptarse a la nueva casa: cuando abro la puerta de la calle, acude de inmediato y se sienta muy tiesa y atenta en el quicio, recogiendo sus manitas enguantadas con el cordón de la cola. Yo también tomo asiento, a su vera, con un cigarrillo recién liado entre los labios y el tazón de café en las manos, y ella, muy gata, me mira torcido como diciendo “no tengo la menor intención de aventurarme hasta que conozca mejor el terreno. Chaval”. La Pizca nunca lleva prisa. Es dueña de su tiempo, vive en él, no disputa una carrera estúpida en su contra. Mientras ella escruta la calle arriba y abajo, yo ordeno el día en mi mente: antes de comer, un poco de lectura al aire libre; me llegaré a la charca de “La Nieta” y a orillas de la garganta retomaré las aventuras nimias de esos entrañables chavales de ciudad de provincias que protagonizan “Vidas erráticas”, la novelita deliciosa de Celati que acaba de salir en Periférica. Eso por la mañana y si no llueve, que no sé yo. Después comeré en casa –tengo un brócoli en el cajón de la nevera–, sestearé, y por la tarde le daré a las teclas, a ver si consigo convertir las notas en algo con sentido. Tras unos meses escribiendo exclusivamente sobre música, tengo ganas de tirar del hilo de otro ovillo, la idea es currarme semanalmente una columna o post que sepa y huela a verano. Creo que las llamaré “veraniegas”: no soy aficionado a los toros, pero los años en el Foro han espolvoreado mi habla de giros y dejes achulados que sí lo son. “Por veraniegas”. “A la veraniega”. O simplemente “veraniega”. Ya decidiré el cintillo, lo importante es que durante las próximas semanas los sentidos palpen el exterior con algún propósito concreto.
Quince metros más allá, al final de la calle, dobla la esquina un mastín imponente de color pardo, y metro y medio de cuerda después, aparece una mujer más o menos de mi edad vestida con camiseta de tirantes roja, tejanos cortados a medio muslo –ñam– y chancletas. Nos conocemos ya de vista. La Pizca ve el perrazo, da media vuelta y se lanza escaleras arriba como una exhalación. Cuando la mujer llega a mi altura, se detiene y me dice: “qué gato tan bonito”, señalando con el mentón hacia arriba. La Pizca está asomada al balconcillo del despacho, con los ojos clavados en el mastín.
–Es gata, se llama Pizca. Es muy prudente, y bien que le va. ¿Y este caballo? –pregunto yo.
–Es perra, una hembra enorme, pero hembra. Siéntate Poza, ¡sién-ta-te!
La mujer se sienta ella misma sobre los cuartos traseros de la perra hasta que consigue que el animal haga lo propio.
–Hace poco que os habéis instalado –afirma.
–Un mes o así… Antes estábamos en la plaza de El Cerrillo. Tú vives aquí cerca, ¿verdad?
–A dos minutos, subiendo hacia la fuente de El Rozao.
La Poza ha visto a la Pizca en el balcón y no se quitan ojo. Comienza a llover, tímidamente.
–A ver si rompe y limpia de una vez… ¿Un café? –digo brindando el tazón, sorprendido de mi arrojo.
La mujer levanta la vista al cielo, como si leyera en el entoldado gris la respuesta.
–¡Bueno! Voy a dejar a la perra y vuelvo. Venga, hasta ahora –sonríe amplio y se alejan, la mujer a rastras de la perra, y enseguida doblan a derecha en la calle que asciende hacia la fuente de El Rozao y desaparecen.
–¡Bueno! Pues habrá que hacer más café, ¿eh, Piz? –voceo a la gata, que sigue en el balcón.
Mientras cargo la cafetera caigo en la cuenta de que no sé el nombre de la dueña de la Poza. Un misterio, una sensación agradable que merece la pena acariciar mientras dure, serán sólo un par de minutos.