El Macario era el centro del pueblo: punto de encuentro, estación de paso, aire acondicionado, café, tabaco, papel de liar, pan, huevos, quiniela y lotería, el botellín de “Mahou” a un euro redondo, toros, fútbol, “tour”, tute, dominó, mus… Un bar, el bar del pueblo, que sólo estaba tranquilo a la hora que él solía llegar, las cinco o las cinco y pico, cuando allí dentro se oía el zumbido familiar de la tele y poco más. El bar estaba en la calle principal –que en ese punto se dilataba en un anchurón repleto de coches estacionados– y orientado al oeste, y en consecuencia, por la tarde, miraba de frente al sol. Adosados a la fachada, a ambos lados de la puerta de entrada, había dos poyos de piedra y cemento en los que le gustaba sentarse, precisamente a esas horas, a pasar calor. Salía afuera con el café y el orujo y se sentaba en el cemento ardiente, sacaba el libro del bolso, encendía el cigarrillo… Y después se dejaba achicharrar. Sobre el poyo se proyectaba un emparrado frondoso que por las mañanas entoldaba, pero que a la tarde, con el sol en lo alto, apenas alcanzaba a tenderle una visera. Una vez allí instalado, con todos los bártulos a mano, recomenzaba su nervioso ceremonial: un sorbito al café, otro al orujo blanco, una pitada al cigarrillo, después se revolvía en el sitio, daba otro sorbo al café, leía unas líneas, entonces se descalzaba y apoyaba los talones en el canto del poyo, que también ardía, se mojaba los labios en el aguardiente, regresaba a la lectura… ¡Qué calor! Entraba a por otro café y otro orujo, y cuando la camarera le había servido, volvía a salir y se sentaba, y volvía a rebullir en el cemento, y empezaba otra vez con el café, y pasaba al orujo y de seguido se hundía en las páginas del libro, respirando por la nariz el aire seco y abrasador, removiéndose bajo el sol implacable… Pero poco a poco, al pasar de los minutos, su inquietud iba cediendo, bajando los brazos, hasta que por fin se dejaba vencer consumida al fuego de la tarde, y un rumor de fondo se extinguía en su consciencia, y una especie de silencio que antes no se dejaba escuchar se hacía presente… Una sensación extraña de calma conquistada se adueñaba de él, y al punto se sentía listo para volver a casa a hacer lo que todos los días, sentarse un rato a escribir, y después la cena, y luego, antes de acostarse, un disco, o bien la radio, para cerrar así el círculo de la jornada, el círculo de sus jornadas todas iguales. Pero antes de levantarse y marchar de allí, las tardes aquellas de verano que se sentaba a tomar café en el poyo del Macario, el hombre viejo esperaba, como quien espera una señal, a que el aire pesado y quieto comenzara a moverse, a desperezarse en una ligera brisa, y entonces se esforzaba en atrapar el roce fresco en la nuca, en los pliegues de los brazos, entre los dedos y en las sienes húmedas…
Un roce como un recuerdo, vale decir un beso, que el aire de la tarde depositara, cómplice, en el medio mismo de la frente de su soledad.