Coetzee.
En un post anterior, comentaba sobre la nueva novela de Coetzee, la cual esperaba con ansias. Por fin la he leido. Le devoraba, le consumía. La trilogía del sudafricano terminó con esta obra. Definitivamente, uno de los tres genios que se idolatran en esta Tierraliteraria. Al leer Juventud e Infancia, te quedas perplejo ante la franqueza y el ritmo de su prosa poética. En el ADN cultura comentan el libro:
Engañosa y fascinante como un laberinto de espejos que esconde la figura verdadera entre la multiplicidad de imágenes que la reflejan desde distintos ángulos y bajo distinta luz, Verano es el resultado de una nueva búsqueda de caminos literarios que el sudafricano J. M. Coetzee emprende con la osadía que su imaginación le permite y la libertad que le concede su formidable arsenal lingüístico. Más que un libro de memorias en forma de novela, es una novela en cuya elaborada construcción se cuelan, entre pistas falsas y personajes reales o inventados, fragmentos de un retrato -el suyo- y datos de una biografía que no siempre resultan verificables. El juego entre ficción y realidad ha llegado aquí a su extremo. A pesar de que el nombre, muchos datos de su currículum y los títulos de sus obras coinciden con los del Nobel que desde 2002 reside en Australia, todo podría entenderse como pura ficción. Basta tomar en cuenta que Coetzee altera de entrada un hecho básico: el escritor, o más exactamente el personaje que en la novela se llama John Coetzee, ha muerto hace algún tiempo. Son otros los que deberán completar sus memorias, que han quedado truncas después de Infancia (2001) y Juventud (2002).
En aquellas dos primeras entregas de las Escenas de la vida de provincias que concluyen aquí, Coetzee se distanciaba de sí mismo mediante el empleo de la tercera persona y el tiempo presente. También Verano comienza así, con la lectura de una noticia que informa de otro episodio de violencia registrado en la Sudáfrica de los tiempos de la activa resistencia al apartheid. Hasta que repentinamente un párrafo en bastardilla (un mensaje del autor para sí mismo, algo así como "Profundizar aquí" o "Desarrollar tal tema") avisa que lo que estamos leyendo es apenas un puñado de apuntes para un futuro libro, presuntamente Verano, que alguien ha rescatado de unos cuadernos del autor.
Quien recopiló esas páginas, las ordenó y las usa como referencia o guía es Vincent, académico inglés que prepara un trabajo sobre el escritor -al que nunca conoció y cuya obra ha estudiado-, sobre la base de testimonios de personas que sí tuvieron alguna relación con él en los años setenta, el período correspondiente a sus treinta años y el mismo que el autor fallecido debía abordar en el libro del que han quedado esos pocos apuntes. Pero Vincent es, por supuesto, otro personaje de ficción imaginado por Coetzee, como lo son también los cinco testigos consultados y aun el joven Coetzee, cuya voz el investigador intenta distinguir en los relatos de sus entrevistados.
Ellos se avienen a confiar sus puntos de vista sobre el que en sus tiempos era un hombre común, bastante gris, distante, falto de carácter, escasamente atractivo y casi impenetrable, pero al hacerlo también evocan otras experiencias personales. Los testimonios, recogidos entre 2007 y 2008, constituyen la parte central del libro, que se abre y concluye con fragmentos del borrador encontrado. Pertenecen a cuatro mujeres, dos de las cuales han mantenido alguna relación íntima con el escritor, y un hombre que fue su amigo, o al menos todo lo amigo que se podía ser de una persona tan elusiva.
La construcción es menos complicada de lo que parece: los apuntes del comienzo siembran la suficiente incertidumbre como para alentar la curiosidad del lector. Vamos en busca del personaje cuya biografía se intenta componer, y las cinco entrevistas que se suceden suministran otros tantos retratos parciales, siempre subjetivos y, en cierta medida coincidentes, pero al mismo tiempo nos proponen otras historias que enriquecen el relato: las propias, las que han vivido cuando se relacionaron con Coetzee (y antes, o después), y las que permiten al autor extender su mirada hasta abarcar una llamativa variedad de cuestiones, desde el desarraigo, la culpa y la precariedad de los afectos hasta el aislamiento sudafricano, la complejidad de su realidad social o la naturaleza de la novela. En ese sentido, gracias a la agudeza y la sabiduría del autor, el libro es de una riqueza poco común. Como lo son sus personajes, en cuya interioridad se sumerge para revelarlos sin retórica, sólo y nítidamente a través de sus acciones o sus palabras.
En cierto momento, se pregunta si no es inmoral que por causa de la fama exista más interés en su vida personal que, por ejemplo, en la de un refugiado brasileño (el marido de una de las entrevistadas) que trabajaba en un depósito de Ciudad del Cabo como guardia de seguridad y terminó muerto de un hachazo por una banda de asaltantes. Historias como ésa, la del padre enfermo con el que convive, la de la prima que fue su noviecita de infancia y aún guarda cierta ternura hacia su memoria, la de la mujer casada que fue su amante y lo define como un hombre frío, reprimido en el sentido más amplio, ajeno a la realidad e incapaz de conectarse de verdad con otro ser, o las de los restantes personajes que entran en escena confieren al relato vitalidad y vibración humana y revelan en todo su esplendor la maestría narrativa de Coetzee (no hay que olvidar que es él quien habla por boca de todos los personajes), así como la implacable honestidad con que ha emprendido su ejercicio de introspección. Con este artificio del desdoblamiento, que ya ha empleado en otras oportunidades (piénsese en Elizabeth Costello), puede ser a la vez el autor y el personaje, dialogar y discutir, depositar en uno las confesiones que el otro necesita descargar. Sólo que aquí Coetzee es el doble de Coetzee. Si el ejercicio de la confesión persigue, antes que nada decirse la verdad a uno mismo, se puede imaginar que Verano es otro tramo del diálogo que el autor sudafricano ha venido sosteniendo con sus dobles. Pero también puede ser que ni el autor ni su criatura estén demasiado seguros de esa verdad y apuesten a que ella se revele , o al menos se deje percibir, en el transcurso del diálogo, es decir, como fruto de la ficción misma.