Se acaba el verano de arena, de orilla, de pelearse con las olas hasta que aprendes a reír con ellas. De volver de la playa y cruzar el paseo todos de la mano, y de quitarse la sal con la manguera en el patio.
Se acaba el verano de ir al frigo a por un helado sin pedir permiso. De escupir las pipas de la sandía en el plato. De ir a la cocina a por la pajita o la cuchara que quieren ese día. Y de pedir por las noches "agua fresquita fresquita".
El verano de llorar cada vez que se va el primo Rafa. Y de preguntar veinte veces al día cuándo va a venir el Tito Kiko. Se acaba el verano que Leia aprendió a llamar ella sola por el teléfono para charlar y mandar besos a quien echa de menos.
Se acaba el verano de aprender a bucear, y qué es eso del kárate y cómo mola, de ir a una escuela que no parece una escuela. Pero claro, es que era la escuela de verano. De lanzarse a comprar ellos solos los gusanitos, o de pedirle agua a la chica del bar.
Yo recuerdo muchas veces cómo eran mis veranos, de niño. Sobre todo ahora que vuelvo a verlo todo a través de sus ojos y sus risas. Nada que ver con los de adulto, o de adolescente. Descanso, lecturas, aviones, diccionarios castellano-extranjero, reservas, visitas, cervecitas y charlas, siestas.
Su verano aún es otra cosa. Pero ya saben lo que es el verano. El de verdad, el azul y el rosa.
¡Que la Fuerza os acompañe!
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