Verano de 2011: La madurez de Hollywood (II)

Publicado el 27 septiembre 2011 por Ventura

DOS. Generalmente, la aparición de un monstruo en una película viene a simbolizar una serie de miedos o traumas que un individuo no ha podido superar durante su infancia, o la infinita desmesura de un inconsciente colectivo que una comunidad no se atreve a mirar o nombrar. En cualquiera de los dos casos, la manifestación, casi siempre repentina, deja consecuencias trágicas. O una aparente pléyade de secuelas psicológicas irreparables, o un sendero de muerte y destrucción en aquellos lugares donde se produce el acontecimiento. Extremos, en todo caso, donde la razón tiembla siendo incapaz de contener el advenimiento de una crisis fatal.

En Super 8 (2011), J.J. Abrams coloca en el centro de su relato a un monstruo liberado fortuita e inocentemente por el grupo salvaje protagonista durante el rodaje de su película amateur en el formato que evoca el título al film. Poseídos por el espíritu make yourself que debía flotar en el aire al final de la década de los 70 en Estados Unidos, contagiados por el espíritu de aquellos directores que hoy marcan tendencia en Hollywood con cada una de sus mega-películas. Hablamos, entre otros, de su productor, Steven Spielberg. Inicialmente podríamos pensar que el gesto del discípulo no pretende ir más allá de la pura nostalgia, integrando al mismo tiempo las películas adolescentes con las de monstruos sobre el esquema que Spielberg ha repetido una y otra vez a lo largo de su filmografía: una eterna persecución que nunca logra materializarse dejando una ingente cantidad de daños colaterales. Pero una diferencia se muestra sustancial en esta comparación: La aparición de una cámara, como un dispositivo que al mismo tiempo crea y resuelve los problemas.

Al igual que ocurriera en Cloverfield (Matt Reeves, 2008) en la que Abrams obró como productor, la cámara es consciente de su poder para convocar y materializar todas las amenazas latentes de lo real, convirtiendo  sus espacios escénicos en estados de excepción donde el ejército administra la vida y se gesta un nuevo tipo de héroe; aquel que es capaz de vencer al miedo, y pese a todo, continuar sosteniendo la cámara hasta las últimas consecuencias. En el tiempo de la plena visualidad, la principal tarea del héroe no es la de actuar sobre la realidad, sino la de registrar todo aquello que le sobrepasa para constituir una memoria sobre la que se operará cuando todo haya pasado. ¿Qué hacer ante un acontecimiento inabarcable, desbordante? Focalizar, encuadrar, revelar, emitir y mostrar. Todo puesto al servicio de una promesa de redención futura después de que la técnica haya posibilitado la creación de un tiempo real  adherido al presente en el que resulta imposible cualquier operar bajo cualquier tipo de acción simultanea.

La distancia que separa Spielberg de Abrams puede extrapolarse a la que se extiende entre la etapas de transito desde la infancia y la adolescencia. Los protagonistas de Super 8 son niños que están comenzando a percibir la adolescencia gracias al campo de aprendizaje que supone el rodaje en el que tienen depositados todos sus sueños. Los de Cloverfield, adolescentes tardíos, que una vez encontrada una cierta estabilidad laboral y comenzando a emanciparse del hogar paterno, pasarán a ser considerados adultos de pleno derecho. La diferencia entre estas dos etapas es tan sustancial como determinante. Todo aquello que queda reprimido en el primero de esos tránsitos siempre podrá ser subvertido y redimido cuando llegue el momento de atravesar el segundo. El mejor ejemplo es, precisamente, la generación que abanderan Spielberg, Lucas y Cameron. Pero, ¿qué ocurre con todo aquello que va quedando irresuelto en el segundo de esos travellings vitales? ¿Cómo podrá llegar a ser colmado o satisfecho?

Abrams nació en la década de los 60, al igual de la mayoría de directores que forman el “núcleo duro” de la factoría Apatow. Todos ellos fueron adolescentes durante el tiempo que recrea Super 8 y orientaron su mirada con las mismas películas. Sin embargo, es curioso que no haya sido hasta este verano cuando uno de ellos se ha decidido a colocar en el centro de sus imágenes un monstruo. Si bien, técnicamente, no se adecua en exceso a la idea que tenemos de lo que debe ser un monstruo.  Pero monstruo al fin y al cabo. Aunque lleve 50 años en la tierra esperando volver a su planeta. Paul (Greg Mottola, 2011), alienígena-monstruo, amable, domesticado, a la manera del ET de Spielberg. Y un monstruo que además se asemeja al de Super 8 porque, como repiten los niños-directores, “no es malo”.

Efectivamente, lo que falla es su imagen porque no es sincera, porque miente sobre aquello que realmente esconde y que, por supuesto, solamente un niño puede percibir gracias a su inocencia. Paul se encuentra en un estadio parecido; tiene que volverse invisible porque todas las representaciones de seres alienígenas juegan en su contra, son inasumibles para una mirada humana. Esta idea es difícil de entender incluso para los dos freaks ingleses expertos temas extraterrestres con los que se va de viaje. Sin embargo posee algo extremadamente valioso: la capacidad de habla.

Podría establecerse una simetría entre los dos tipos de protagonistas y cada uno de sus monstruos. Los niños, como niños que son, todavía no han adquirido la capacidad de la palabra. Es decir, que su opinión pese en una conversación, que sus palabras sean tenidas en cuenta por sus mayores. Son pura imagen de aquello que representan. Enfrente se hallan dos outsiders tardo-adolescentes con talento para novelizar todas sus experiencias, aunque las disfracen detrás de un velo de ciencia-ficción. Sus palabras son, por lo menos, escuchadas y leídas por alguien que no sean ellos o su círculo más cercano. Pero les falta algo; un nombre. Ese que solamente se adquiere cuando en la madurez adulta se mira alrededor y se constata que se está solo, que aquel grupo de amigos en el que se comenzó a experimentar lo que es la vida, no es más que el vago recuerdo de lo que nunca volverá a ser.

Paul, habla mucho, pero no dice verdaderamente nada hasta que, curiosamente, cierra su boca. En una tienda de comics, cuando sintiéndose amenazado decide mimetizarse con el entorno, convirtiéndose en una figura de ciencia ficción a tamaño real. Como el Yoda que se encuentra a pocos metros a su espalda. En ese momento en que la película, además, se vuelve silenciosa por primera vez, se revela en la distancia entre las dos figuras, entre los dos adorables monstruos de color verde, lo que significa la palabra madurez.

Ricardo Adalia Martín.