Es el verano del 98 en la antigua mecedora de mimbre que se balancea en el piso de madera del antiguo pórtico, en una esquina de los largos corredores volados que van de un lado al otro de la vieja casa de adobe, toda una vida se resume en las huellas que las patas han dejado sobre el piso, la infancia de los niños, las tertulias de las tardes, los ratitos que se amaron. Hay toda una historia contada en los retazos de las cortinas que cuelgan de las ventanas, ella las hizo cuando todavía podía abrir sus manos para tomar la suya, cuando la artritis aún no le ganaba la batalla a sus deditos.
Aquel verano se sigue repitiendo en sus ojos cansados, en el brillo que los inunda al recordar, en el eterno despertar de cada día, el mismo que se repite una y otra vez en su inconsciencia, nadie ha encontrado jamás la forma de explicarle que el tiempo ya pasó, que la campiña ha desaparecido y ahora es un inmenso consorcio de infraestructura, hay albercas y garajes por todos lados, el río lo desviaron desde lo alto de la montaña para construir una hermosa carretera de cuatro carriles que rodea todo la red de condominios, los gigantescos centros comerciales ahora cubren los celajes en el horizonte con concreto, el bullicio de los autos deportivos, las noches de discoteca… Ya no hay tardes de galería, pero hay ruidos que mutilan el intento de observar el cielo a los pocos habitantes de antaño que se niegan a vender sus tierras al desarrollo de la zona. Nada de eso influye en la paz de don Javier Mendoza, él sigue tomando el café por la mañana del sábado 21 de Febrero de 1998, el día que su tiempo se detuvo. Don Javier era el aviador de Santa Cruz, el hombre del viento, abordaba su viejo aeroplano amarillo y subía al techo del pueblo a regar los sembradíos de caña de azúcar, toda la campiña era su dominio, su hábitat, surcar el cielo era su superpoder, nadie más que él ha besado el cielo de la campiña de norte a sur, de este a oeste, de boca a boca, el horizonte rindiéndose a sus pies mientras del fuselaje del aeroplano salen unos chorros de agua cristalina que empapan toda la superficie de esa bella tierra sembrada de caña, ese es su trabajo, pero lo haría de gratis porque lo ama. Afuera del corredor es un febrero distinto, pero Javier Mendoza no lo sabe, se sigue subiendo a su aeroplano y sigue recorriendo el cielo turrialbeño, sigue anegando la campiña. Luego vuelve a suceder. Una tormenta repentina se pone sobre el cielo del Irazú, la turbulencia que lo arrastra, pierde el control del aeroplano y vuelve a estrellarse contra la loma del guayabo. Ahí vuelve a despertar, y entonces sonríe con el alivio del que despierta de un mal sueño. Se da una ducha de agua helada y sale con una taza de café a sentarse a la mecedora de mimbre, otra vez a soñar con esos vuelos, con el cañal en franca guerra contra el viento, con las faldas del Irazú y las orillas del río Turrialba, con toda la belleza de la campiña y la magnitud del horizonte. Ya los niños han hecho sus vidas, vienen de cuando en vez a dejarle un bocadillo, él los ve con desconfianza, pero recibe lo que le traen. Ella despierta cada mañana aferrada a una esperanza, no quiere irse al más allá sin haber recuperado a su Javier, no lo dejaría sólo en ese mundo, aunque ya sus manos no lo alcanzan. A eso de las cuatro de la tarde del 21 de febrero de 1998, una extraña tormenta provocada por un sistema de baja presión, un fenómeno natural de lo más inesperado en medio de aquel verano, fue el culpable de que el viejo aeroplano amarillo con matrícula tango-india 2735, se estrellara contra la loma del guayabo y causara un extraño caso de pérdida de memoria de largo y mediano plazo, lo que dejó a Javier con el recuerdo de aquel día, desde la mañana hasta el momento del accidente, repitiéndose una y otra vez, cada uno de los días del resto de su vida. ¡Y qué injusta es la vida! Repite doña Sara cada vez que medita en la situación que padecen. Mientras Javier vive el día más feliz de su vida una y otra vez, ella tiene que perderlo cada vez que se duerme, no hay recuerdos nuevos para compartir, es tener la misma charla cada mañana, escucharlo contar la pesadilla que tuvo donde se estrella contra el guayabo, verlo emocionado porque saldrá a volar, porque verá la belleza de la campiña desde el aire, porque es su manera de vivir. Y Sara llora cada vez que él sale al corredor con la taza de café, porque cree que va a volar, porque no sabe que ya está viejo, porque sueña que el corredor es el cielo y la mecedora un aeroplano.
Desde la tienda de discos, frente a la casa de Javier, todo es un paisaje de tarjeta, la vieja mecedora hundiéndose un poco más en el piso de madera, las cortinas hechas con retazos de telas multicolores, se abre la puerta de cedazo y aparece don Javier con su café humeante, dejando volar una mirada por todo el espacio de cielo donde sueña que está volando, se sienta en su mecedora con las gafas de vuelo y la bufanda de gamuza, se abrocha el cinturón y desde la silla de mimbre, de nuevo levanta el vuelo, de nuevo recorre el cielo, de nuevo observa los cañales sobre la baranda del corredor.
Sigue siendo el verano del 98 en su memoria de corto plazo, sigue siendo el verano del 98 en la vieja mecedora de mimbre que se balancea en el piso de madera del antiguo pórtico mientras don Javier sueña que está volando, anegando los cañales con el agua que lleva en los tanques que tiene el aeroplano entre el fuselaje, y es 21 de febrero del 2016 para todos los demás, los que no tenemos tiempo de soñar, todos los que nos negamos a subirnos a ese vuelo.
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