El invierno había sido tan duro como largo. El frío, erigido como núcleo de todo, se había apoderado de cada uno de mis sentimientos. Las asignaturas caían una detrás de otra, amontonándose en un papel que adquiría casi la misma importancia que el del dinero, y donde si había un número que resaltar era el de las faltas de asistencia. Los jardines del instituto guardaban mis huellas en moldes de hielo y alrededor de todos esos árboles muertos. A día de hoy, dieciocho años después, siguen siendo testigos presenciales pero mudos de que los transité más de la cuenta. De la misma forma, mi silla y mi pupitre guardaban el silencio de una figura invisible; de una sombra bien sentada, educada y atenta. Creo que era una triste metáfora de cómo se sentía un joven adolescente –que se creía hombre– ante la presión a la que lo sometía esta sociedad.
La primavera, como siempre que llega, parecía venir a rescatarnos de cualquier mal tiempo pasado y se esforzaba en hacerme guiños en forma de luces y de puestas de sol. Más tarde me iría dando cuenta de que solo era un hermoso espejismo. El polen empezaba a divertirse jugueteando por mis vías respiratorias, cosa que casi era de agradecer después del intenso olor a incienso que había dejado la Semana Santa. La suave brisa se encargaba de llevar de unos barrios a otros el sonido de los tambores, y a mí –dadas las primeras diferencias con dios– me parecía ensordecedor dentro de cada pabellón auditivo. Puede que el frío hubiese dado una pequeña tregua, más por fuera que por dentro, pero el hielo aún no se podía vestir de colores y de sabores para venderse a los niños. La primavera resultó ser entonces un jardín lleno de flores de un día, que no querían ni aceptaban morir.
Entonces llegó julio, luego agosto y después septiembre. Tres meses que pasaron como tres días, pero que solo podrían resumirse en tres tomos de enciclopedia acerca de lo que significa un amor de verano. Fue verla en aquel embalse tirando piedras y me pareció transportarme –a la velocidad de la luz– a la mejor playa que ni los mejores arquitectos de los más importantes dioses pudieran imaginar. El cielo se convirtió en un perfecto decorado, azul eléctrico, con un flexo amarillo hirviendo que hacían de su dorada piel el sitio perfecto para recrearme. Estábamos en el paraíso, aunque quizá ella no lo supiera. Me bastaron diez segundos para querer ponerle el mismo nombre a todos los días del verano, del otoño y, ¡qué cojones!, de todo el año. No recuerdo el porqué –o sí, y no quiero contarlo– pero en un juego de interpretaciones, lleno de nerviosismo, de hormonas, de falsa inocencia y de miedo escénico, adoptamos los papeles de Adán y Eva. Lo que sí recuerdo es el cómo –aunque no se puedan dar detalles explícitos–. Solo puedo contar que primero nos comimos la manzana, y después no dejamos un solo resto el uno del otro. Después matamos a la serpiente, y creo que en ese mismo momento quisimos asesinar al mundo entero con tal de quedarnos solos en él. Los superamos. Le dinamitamos por completo el paraíso al mismísimo dios, y salimos vivos para poder contarlo y recordarlo. Entendimos más que nunca cómo se debió sentir el primer hombre que descubrió el fuego. Apuesto a que supimos mantenerlo más tiempo que él. Tres meses de incendio. Perdimos los papeles, los mapas y la cordura, para no regresar a casa. Pero llegó octubre y el otoño nos secuestró, separándonos de por vida. Aún flota en una masa de aire gélido la última promesa:
Cuando el verano se mude a otra piel
y necesites pasar página,
llegaré como el otoño
a soplar todas tus hojas.
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