El verano tiene algo de tierra liberada, de lugar al margen. Ayer, a última hora de la tarde, mientras intentaba sobreponerme al turbión de emociones producido por la muerte de la persona querida y cercana a quien dedico esta entrada y contemplaba la pradera casi vacía de la piscina de la urbanización en que vivo, pensaba en la estrecha vinculación con la lectura que para mí tiene el verano. Vacaciones, horarios laborales distintos y, por tanto, mayor libertad para organizar el tiempo... Es una sensación extraña y expansiva que, año tras año, me lleva a poner sobre la mesa los libros no leídos o aplazados a lo largo del curso (incluso de cursos anteriores) con la voluntad de acabar con su condición de asignaturas pendientes. Es tiempo para leer y tiempo para poner en orden los recuerdos, evocar y escribir.
Cabo de Palos, en los años sesenta del siglo XX
Recuerdo las siestas de la adolescencia y las lecturas de entonces, en aquellos largos y cálidos veranos de los años sesenta. Descubría la poesía y descubría una literatura erótica que se publicaba en España con cuentagotas y con sentido equívoco. La poesía era Juan Ramón Jiménez, un Juan Ramón que trascendía como nadie el verano (el estío, escribía él) de un pueblo próximo al mar, un pueblo blanco llamado Moguer sobre cuyo telón de fondo se levantaban aquellos poemas gozados en la Segunda Antología, un libro que todavía conservo, archisobado, en aquella edición de la colección Austral de Espasa. Recuerdo, sobre todo, una noche del mes de julio, a los 12 años, que pasé en vela intentando imitar los versos de sus primeros libros. Noche de insomnio, de una extraña y desconocida exaltación (muchos años después pensé que debió de ser, salvando las distancias, algo parecido al acceso místico que describe Teresa de Ávila) que tuvo como fruto un largo poema en romance, inmensamente malo, que guardo en algún lugar poco o nada accesible de la estantería de casa. A principios de los años noventa ese recuerdo dio lugar a un poema de mi libro El muro transparente titulado "Memoria del primer poema", del que os dejo un fragmento, quizá el más querido.Era la noche al otro lado
de la luz amarilla de tu lámpara, era
la cercanía de las sombras
lo que daba
un tinte clandestino a aquella pluma
que extendía su incierto desafío
tras la puerta cerrada al resto de la casa
—largo sueño diario
de los seres amados, compartido paréntesis
con relojes, armarios, alacenas—
con lentos octosílabos que hablaban
del Juan Ramón violeta
que dormía también bajo aquel techo
en un libro de tapas biengastadas
por roces y caricias de un muchacho,
no sabes si soñado, que buscaba en sus páginas
una luz intuiday, sobre todo,
el brillo inexplicable,
la fortaleza misteriosa
del arte.
Tú tenías
doce años tan sólo
y un desván de palabras
temblando en el tintero.
Sí, descubría la literatura erótica, cierta literatura que tenía, entonces, esa etiqueta y que mi padre, carente de toda cultura literaria, compraba para que yo fuera adquiriendo, indirectamente, algo parecido a una formación sexual: recuerdo dos libros de aquella época. Edad prohibida, de Torcuato Luca de Tena, una novela que en aquellos años tuvo ediciones millonarias (creo que hoy es una novela de formación recomendada por sectores conservadores) y Lola, espejo oscuro, de Darío Fernández Flórez. Recuerdo, en ambas novelas, escenas de iniciación al sexo protagonizadas por adolescentes, ambientes prostibularios y la sombra de la culpa proyectada desde una concepción católica de la existencia.
Pero el verano fue, también, el acceso al erotismo sutil de la entonces jovencísima Françoise Sagan en una memorable narración (novela corta o relato largo), Buenos días tristeza, en días de playa en un pequeño pueblo de pescadores junto al Mar Menor mientras (era en 1966, o en 1967) las noches de mis quince años las llenaban los ecos de las primeras melodías de Los Beatles, o de su versión española, jamás igualada, Los Brincos, o la versión musical de la Sagan en la voz de Silvie Vartan, o Johnny Halliday.
Verano de 1985 y acceso deslumbrado a las fiestas de una Costa Azul mítica protagonizadas por los personajes de Scott Fitzerald en Suave es la noche, novela que leí compulsivamente, en noches sucesivas y a la luz del porche, en casa de María Luisa, allá en las tierras prealcarreñas de El Casar de Talamanca, tierra de estepa y de trigales anchos, tierra de parte de la infancia de mi hija, tierra, hoy, de odiosas despedidas, mientras sonaba, al fondo, "el coro de los grillos que cantan a la luna", que diría Antonio Machado. Aquel verano (¿o fue el siguiente?) me enamoré de una libertina Emma leyendo, también bajo la luna de agosto aunque no de la Alcarria, sino de la sierra norte madrileña, Madame Bovary, de Flaubert. Siete años después, en el verano de 2000, en noches menorquinas llenas de olores a madreselva y a sal, leería El gran Gatsby, también de Fitzerald, y la estremecedora obra maestra de Truman Capote, A sangre fría.
Atardecer en el Mar Menor. Verano de 2010
Veranos de música y aprendizaje. De descubrimientos y siestas interminables. De noches de fiesta y de amistad.. Pero sobre todo, veranos de lecturas, de sedimentación de una memoria que, con el paso de los años, se ilumina viendo las pasiones, los descubrimientos, las lecturas de mis hijos, de los "sucesores" en la hermosa tarea de vivir esas experiencias. Verano de Helena y el mar del verano, de Julián Ayesta; verano de Carver y Catedral, de Eliot y La tierra baldía, o de Carlos Álvarez y Aullido de licántropo en aquel año 1976, de lecturas nocturnas oliendo el galán de noche en Sanlúcar de Barrameda, ese lugar en que E. y María Luisa, su hermana, acabaron convirtiendo en un territorio mítico, en el espacio de todas las infancias y de todos los sueños imposibles (ella, en este verano duro de 2011, estará, con toda seguridad, allí respirando el aire inflamado de jazmín de sus noches eternas), verano de mi última novela.....Todas esas sensaciones, irrepetibles, que cuantos ahora leéis este post habéis vivido de manera similar, encuentran su síntesis en esta hermosa canción, Summertime, interpretada por dos genrios: Ella Fitzerald y Louis Asmstrong. Tiempo de verano. Escuchemos. Para todos y, sobre todo, para ti, María Luisa.