William Trevor (1928) es para muchos, con John Banville, el novelista irlandés más importante de los últimos tiempos. Si lo es, lo llamativo, por lo menos con los dos libros que he leído de él –el otro también lo publicó Salamandra y se llama Una relación perfecta–, es que no es el típico irlandés, y esto entusiasma porque significa que el genio no siempre tiene la misma forma: la de un Joyce o un Beckett o un Wilde o un Behan o un Flann O’Brien. Hay una diferencia, parece: y es que a pesar de que los irlandeses de sus historias también van al pub y piden algo que les borre la conciencia lo más rápido posible, hablan poco y mal, se derrumban y se esconden, el asunto con Trevor no es uno de lenguaje –algo que lo hará para muchos un escritor menos interesante–, sino de simple indicación, de mostrar y volverse impenetrable. Porque esta novela es eso: un fragmento de vida (lo que dura el verano en un pueblo en donde nadie conoce el mar) en el que una mujer casada se enamora de un hombre distinto a su marido –tal vez el personaje más interesante de la novela– y que cuando concluye, y su final no es feliz, queda un deseo de que el dolor no concluya si no de que se quede, porque siempre es mejor que quede algo: “un escalofrío, un temblor, una parte de rabia insatisfecha”. Tomás David Rubio
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