Posee toda expresión un prodigioso soplo de eternidad que se afianza sobre un ejercicio de independencia. Todo lo que se dice, una vez dicho, prescinde del dicente y comienza un vagar en solitario. El mensaje reivindica su autonomía para alcanzar una plenitud universal, sin la cual, queda en subjetivismo emocional. Nada contra este modelo de expresión subjetiva, salvo que, muertos los sujetos, muerto el mensaje. No así, cuando la pintura, la música o la palabra contienen dentro de sí un trozo de realidad escindida o una realidad novísima, cuya existencia depende únicamente de esa expresión. En el primer caso de “realidad escindida”, el mensaje coincide con la verdad y en el segundo caso de “realidad novísima”, coincide con la creación. Ambas potencias, la verdad y la creación, vienen a ser en estos tiempos de contagio, una vacuna eficacísima contra la peor de las enfermedades; esa que no está en la atmósfera, sino en los corazones. ¿Después de todo, quién de todos nosotros no daría, hasta lo que no tiene, por encontrar las palabras precisas que llevaran dentro de sí la abolición de la desesperanza? ¿Quién no sacrificaría su pobre rutina de escritor insustancial por hilar con exactitud el rayo de luz que diera esplendor a todo el que lo leyera y, al menos, mientras estuvieran paseando los tristes ojos por las veredas que la escritura traza, se elevara en cada corazón la altitud de un pedazo de dicha? ¿Quién no, digo, sacudiría sus ejercicios de búsquedas fútiles y oropeles y prescindiría de su precaria fama, permaneciendo anónimo con tal de poner, palabra por palabra, un ancho camino por donde llegar a sanar, sobre todo, las almas? En días en que ha quedado derogado el porvenir, y el tiempo se hace tan lento que no es capaz de convertirse en pasado, esto que nos pasa es lo más parecido a la eternidad. El hermoso recado que el momento nos está dejando, pienso, no precisa de mediación ni emisario para que, cada cual, lea lo que a los ojos de su espíritu es la verdad o la creación. Venturosa mano anónima que escribe con letras evanescentes verdades intemporales y las deja posadas sobre una tierra fértil, con suavidad, para que germinen y hagan mañana jardines y paraísos en las entrañas mismas de todo lo humano. Es un canto imposible, pero es un canto necesario. No podemos aprehender todo lo que de fuera nos arrebataron, sino por el anhelo de convertirlo en parte de nosotros mismos. Todo lo que internamente seamos, lo seremos externamente. Este renglón de eternidad en nuestra personal novela nos ha provisto de una palabra de los indios Puri (tribu del este de Brasil), de quienes se dice que “tenían solamente una palabra para decir ayer, hoy y mañana, y expresaban la diversidad del sentido señalando hacia atrás, hacia adelante y sobre la cabeza”. La palabra, sea cual sea, ahora nos da un manotazo en la cabeza, tal vez, para que miremos hacia uno mismo y encontremos las tierras inexploradas del espíritu que, al recorrerlas, nos podrán hacer expertos en cosmografía de la intimidad. Puede ser.