Si yo fuera Emilio Carrillo, y tuviera su capacidad de inventiva o su desfachatez, que es igual o da lo mismo, para vestir de trabajo científico febriles fantasías de forofo impotente, en ese engendro mentiroso que es “El Betis y Sevilla”. Si me propusiera, igual que él, transformar húmedos sueños de adolescente futbolero en páginas para el engaño de lectores sumisos a la causa del querer, y no del ser, aprovechándome además del tirón implícito de la condición de edil público.
Si me empeñara en dar pábulo a deseos de imposible cumplimiento, sin importarme un pimiento (o un pepino, verde) demostrar mi tozudo desconocimiento de la realidad histórica o, lo que es peor, inventándome una nueva realidad, sin rigor cronológico de ningún tipo, a sabiendas de que es falsa. Si quisiera convertir a una casta por lo general sectaria, egoísta y opresora, como lo fue la militar desde comienzos del siglo XX, fundadora y sostén desde siempre, incluido el periodo de la II República, de cierto club futbolístico de esta ciudad, en una panda loca de masones perseguidos por arte de birlibirloque, porque me interesa o me gusta, y me importa un pito la verdad, podría decir que los colores del Real Betis Balompié, particularmente uno de ellos, el verde, que lo distingue y singulariza de otros, no es fruto de la decisión descausalizada de un socio pretérito, como reconocen sus contemporáneos, sino reflejo de un monarquismo acendrado, contra-republicano y anti-democrático, que llevaba a algunos, fundamentalmente militares fieles al rey-soldado Alfonso, a gritar VERDE en tiempos de dificultad ideológica.
Sí, VERDE. V-E-R-D-E. Acrónimo de Viva El Rey De España. Puedo decirlo igual que algunos afirman, sin ruborizarse (que es lo mismo que ponerse rojo), que los colores del club heliopolitano responden a los verdes campos (sobre todo en verano, por los cojones) de Andalucía y a sus pueblos blancos encalados, o bien a la bandera de un Blas Infante perseguido por los fachas sevillistas.
Las mismas pruebas, la misma seriedad y rigor tienen estas afirmaciones, aunque Maese Burgos seguro que sería capaz de adornarlas con su prosa engatusadora sin igual. Ya puestos, transmutándome en Burgos (un imposible) o en Antonio Hernández o en el tal Fedriani, en realidad, en cualquier personaje de éstos con su larga imaginación y cortedad de miras, timadores del honrado lector del pueblo llano, podría sostener también, con visos de la misma credibilidad, que las trece barras del escudo bético son un homenaje más que obvio al personaje que coronó a este club con la distinción de la realeza, D. Alfonso, XIII por más señas, y me quedaría tan pancho, pues razones más que suficientes, por su mecenazgo, apadrinamiento o como quieran llamarlo, haylas, que diría un gallego, y no Villamarín, precisamente.
Como no soy ninguno de esos felices infelices, no lo hago ni lo haré. Soy un desgraciado, no conozco la pureza sin par ni el misterio divino de ser bético, no lo comprendo ni lo puedo comprender, para ello hace falta ser creaturita, y eso es privilegio de unos pocos. O parece ser que de muchos, del millón (creciendo seguro) de béticos de todas las galaxias.
Un palangana desconchao.