Mónica Magaña Jattar
Quiero contarles una historia. Sospecho que no la van a creer.
Todo comenzó cuando… No lo recuerdo con precisión; supongo que todavía estoy un poco confundido. Verán, trataré de explicarme mejor… Mi nombre es… Verdemar; sí, mi nombre es Verdemar y tuve un despertar increíble.
Amanecí con los aires de la temporada. Me sentía extrañamente ligero. Mi pelo, mis brazos y mis piernas se movían como si fuesen un cataviento: con fuerza para un lado, con sutiliza para el otro. Eran los nortes de octubre. Había un fresco helado en la atmósfera. Sentía los miembros rígidos, aunque también flexibles. Estaba, además, en el lugar que quería, un espacio radiante rodeado de vegetación. Me percibía pleno, lleno, feliz. Confieso que, lo que más disfruto, es yacer con la naturaleza bajo el Sol. Me siento guapo adornado por sus rayos, inclusive un tanto sexi; es como si me decorase con millones de minúsculos diamantes. Me gusta mover mis extremidades delicadamente bajo su radiación luminosa, como en una danza casi femenina. Lo disfruto tanto que no me importan los juicios, después de todo, ¿qué haríamos sin el padre Sol? Su energía lumínica me nutre hasta las entrañas… Las albas anteriores, no obstante, había hecho un calor inconcebible para el otoño. No me sentía del todo bien. Estaba sediento y anhelaba litros de agua, sumado a la incomodidad de una tos crónica que me aquejaba desde hacía unas añadas, provocada por una misteriosa sensación de haberme tragado cucharadas de arena, a pesar de ello, como si la estuviera absorbiendo, cada jornada me encontraba mejor, especialmente este crepúsculo. Me sabía alto, fornido, dichoso.
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Cuando se ocultó el astro rey supe que me había cansado de estar al aire libre. Primero, la estrella radiante, segundo, la obscuridad fresca, tercero, la extrañaba a ella. Todo mi ser vibraba por ella. No dudé en detener mi saciada soledad para ir en su búsqueda. El impulso, desde luego, me llevó a correr, empero, no pude hacerlo. Volví a intentarlo; me quedé estático. Me detuve un instante para razonar lo que estaba ocurriendo: «quizá se me habrían dormido las piernas»; «tal vez se me bajó la presión por la sobreexposición a la luz solar», pensé; hasta se me ocurrió que pudo picarme un animal ponzoñoso que me habría dejado paralizado. Empecé a inquietarme, una inquietud que pronto se volvió tormentosa… «¿Qué tan grave podría ser?» A penas terminé de preguntármelo seguí intentándolo una vez más, dos veces; 38 sin éxito. En un santiamén, una combustión comenzó a incendiarme por dentro, cuando, de súbito, un objeto se alojó en mi garganta imposibilitándome la respiración. «¡No puedo respirar!», «¡no puedo respirar!», y una comprensión en el tórax me golpeó como si me hubiese alcanzado la gigantesca roca expulsada por un volcán en erupción… Traté de gritar por ayuda, no pude hacerlo y me desmayé.
No sé cuánto permanecí en ese estado hasta que el arribo de una lluvia noctámbula me recobró la percepción, lo cual aproveché para echarme a correr a toda velocidad… No pude hacerlo. Sentí cómo las palpitaciones se aceleraban como si recibiera miríadas de impactos por doquier. Comencé a ahogarme en el momento en el que un miedo infernal a desaparecer se apoderó de mí: ideas intrusivas, obscuras y desagradables sobre la más aberrante de las muertes me hicieron volver a desmayar.
Fue el picor en mi tez provocado por lo álgido del anochecer lo que me hizo recobrar la consciencia. Estaba agotado. Exhausto. Confundido. Apenas hilaba un pensamiento cuando, como una aparición divina, se manifestó frente a mí: era ella. Me sentí aliviado. Quise sonreír, echarme a carcajadas, abrazarla; no pude… La turbación emocional y racional comenzó a nublarme la visión. La miré; notaba que hacía algo que no entendía; mi mente apenas funcionaba… Parecía que…, era como si…, casi parecía que quería cortarme el pelo; un absurdo que me devolvió al abismo. «No entiendo, amor mío, ¿qué haces?», quise preguntarle; no pude hacerlo. Entré en pánico. Cerré los ojos intentando encontrar una vereda que condujera a la paz en mi cabeza. Respiré profundo. Pensé, «ella está aquí, sin embargo…» Sin siquiera imaginarlo como lo posible, abrí los párpados y mis pupilas se incrustaron en su mano derecha, revelando unas afiladas y largas tijeras que acercó a mí para cortarme, decidida, resuelta, atrevida, aprovechándose de mi precaria condición. «¡Quería matarme!, ¡ella quería matarme!», bramé silenciosamente en mi interior, desgarrándome las venas hasta que perdí el conocimiento aterrorizado, incrédulo, desgraciado, maldito…
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Desperté al cabo de un rato con un ardor gélido; «la exposición al ambiente de una carne sin piel», supuse. Ella seguía ahí, valiéndose de mi quietud, cortándome en pedacitos… Comencé a llorar. «Me dolía, ¡ay!, cómo me dolía»… Físicamente no sentía mucho en realidad. El suplicio no era tanto por morir como por hacerlo a causa de sus manos… Le miré fijamente sus rasgos, me seguían pareciendo hermosos. Quería que fueran lo último que viera al fallecer… La amaba, yo la amaba… Bajé la mirada por la extenuación… «Un suelo precioso para alcanzar la finitud», pensé, «lleno de hojas marchitas por el temporal». «Algo de poético existe en el perecer recostado sobre su crujir», me dije consolado… Fue entonces cuando una frase con tono pícaro y alegre me arrancó del trance: «Te faltaron unas hojitas por aquí, corazón»… Me quedé inmóvil; no identifiqué con claridad ningún razonamiento, ninguna emoción. Levanté la vista, la observé a ella y lo vi; por primera vez vi. Volvió a acercar sus tijeras a uno de mis brazos, me cortó una hoja y comenzó a caer. Impávido, seguí su viaje con la mirada hasta que se posó encima de las demás. Volví a mirarla a ella y me sonrió.
Comencé a contemplarla como si mis sentidos acabaran de nacer. Acomodó las hojas deshidratadas como en una especie de colchón en torno a mi cuerpo, como si no quisiese que se escapara mi humedad. En seguida, trajo montones de pétalos de flor de cempasúchil con ese aroma que abre las puertas al infinito, a la eternidad. Colocó papel picado de múltiples colores que hacían alusión a calacas de enamorados; puso un par de calaveritas de azúcar, así como todo tipo de adornos y comidas variopintas. Finalmente dispuso una foto junto a una urna de cenizas transparente, cuyo contenido llegaba a la mitad… Continuó encendiendo una vela. Me reconocí al instante. Ese de la foto era yo… Ese día la tos había desaparecido. Había absorbido al fin mis propias cenizas para renacer; lo había entendido: este era yo, Verdemar, un árbol de tres años de vida, justo el tiempo transcurrido desde que ella sembró una semilla en mis restos, puestos sobre la tierra fértil que había preparado los meses posteriores a la fecha en la que morí…
No puedo correr, no puedo hablar, tampoco gritar, pero he vuelto a vivir por ella. La cobijaré así a mi sombra, le resguardaré su llanto, escucharé sus quejas, absorberé su tristeza, guiaré su meditación, le daré mis frutos y la amaré… Yo, Verdemar, siempre la amaré.