Los ciudadanos que pueblan nuestros modernos foros urbanos ya no van ataviados con las elegantes togas romanas, sino que, desde la Revolución francesa, llevan monótonos trajes de chaqueta y pantalón. Y es que el vestido en la Antigüedad Clásica y, particularmente, en Roma, concebía el cuerpo de una forma muy diferente a la nuestra, si bien esto fue cambiando a lo largo de la historia. Para empezar, las prendas se dividían no tanto por ser exteriores o interiores como por su relación con el cuerpo, es decir, prendas en las que éste se introducía, como una túnica, y prendas que lo rodeaban, como la toga o el palio.
Dos tipos básicos de prendas: las que se adaptan al cuerpo y las que lo rodean
Hoy día no estamos tan acostumbrados al uso de los mantos como en la Antigüedad. Éstos, al margen del natural abrigo que pudieran proporcionar durante el invierno, tenían, en el caso de la indumentaria suntuosa, la función de transformar el cuerpo a la manera de las esculturas clásicas. Tan importante era el uso de los mantos, en especial de la toga y el palio, que hasta dio lugar a un verbo específico para expresar su uso frente a otras prendas. De esta forma, la lengua latina desarrolló dos verbos concretos para expresar, respectivamente, la colocación de las túnicas y los mantos. Para el primer caso se utilizaba el verbo induere, empleado para ser usado con el tipo de prendas en las que el cuerpo se introduce, mientras que con el segundo tipo de prenda se recurría al verbo amicire, cuyo valor originario era “poner una prenda por ambos hombros”. Por otra parte, el carácter dual que presenta la simetría del cuerpo, concebido verticalmente en torno a los hombros, está presente en la colocación de la toga y puede tener una dimensión simbólica. En todo caso, la ligazón del verbo amicire con la palabra toga es una seña de identidad de los ciudadanos romanos, que debían representar su ciudadanía llevando la prenda en el foro. Catón el Viejo lo expresaba así: “Era costumbre vestir con honestidad en el foro, mientras que en casa sólo lo que era suficiente”. En definitiva, el sistema indumentario romano no sólo presentaba prendas distintas a las nuestras, sino una concepción diferente de nuestro propio concepto de vestir.
El carácter ascendente o descendente de la túnica: piernas y brazos
Asimismo, el hecho de que el eje vertical del cuerpo marque el carácter ascendente o descendente de las túnicas conlleva connotaciones positivas o negativas, respectivamente. De esta forma, las túnicas recogidas hacia arriba mediante un cinto (succinctae) simbolizaban la diligencia para el trabajo (como cuando nosotros arremangamos nuestras camisas). Por el contrario, la túnica que cae hasta los pies (demissa), se consideraba una vestimenta propia de extranjeros y afeminados. Sin embargo, las connotaciones no son las mismas cuando es la matrona la que lleva una túnica hasta los pies, dado que, en ese caso, simbolizaba la castida. A propósito de esto dice el poeta Tibulo a la confidente que cuida de su amada (Tib. I 6, 67-68): “enséñale a que sea casta, aunque una cinta no ciña sus cabellos ni una estola larga entorpezca sus pies”. Otras túnicas, llamadas manicatae, que dan origen a la palabra “manga”, son las que recubren el brazo hasta la mano. En la cultura indumentaria romana, tales túnicas no se consideraban aceptables para los varones, por su asociación a lo extranjero y afeminado. No es de extrañar, por tanto, que Cicerón acusara de degeneración a Catilina y sus amigos refiriéndose al uso que hacían de las túnicas talares y de manga larga (Cic. Cat. II 22), pues resultaban extravagantes e impropias. Sabemos que la túnica por antonomasia no tenía propiamente mangas largas y descendía, a lo sumo, poco más allá de la rodilla.
Nuevas prendas bárbaras, nueva concepción del cuerpo
El sistema indumentario clásico estaba basado, como hemos referido, en la simetría y la verticalidad del cuerpo. Sin embargo, esta concepción comenzó a verse alterada por la paulatina introducción de prendas foráneas, como las bracae, acaso más cómodas y, sobre todo, útiles frente al frío. Cuenta Suetonio que el emperador Augusto llevaba una suerte de calzoncillos largos (feminalia) porque era muy friolero. En todo caso, el emperador hacía uso de esta prenda en su vida privada. Fue el uso de calzones o bracae por parte de los soldados que venían de las campañas del norte de Europa lo que supuso un verdadero choque de mentalidades. Es significativo que el término bracae se usara en latín como un nombre genérico para referirse a distintos tipos de prendas extranjeras que tenían como denominador común el hecho de marcar la bifurcación del tronco en dos extremidades, las piernas. Ya no se trataba del hecho más o menos ridículo de que una túnica bajara o subiera demasiado con respecto a las rodillas, sino del uso de una prenda foránea, de carácter tubular, que rompía absolutamente con la naturaleza simétrica del cuerpo, dado que lo dividía por la cintura. Si como hemos visto, la toga divide el cuerpo simétricamente con respecto a los hombros y las bracae asimétricamente con respecto al tronco y las piernas, la degradación resulta evidente. De este modo, la misma extrañeza que podía suscitar a un ciudadano romano el uso de esta prenda bárbara es la que a nosotros, ya acostumbrados a los pantalones, nos produciría una persona ataviada con una larga túnica. Las bracae, a su vez, trajeron como complemento un nuevo tipo de prenda superior, la camisa, muy distinta a la túnica clásica y que pertenecía a otro sistema indumentario. Incluso el poeta Marcial se ríe de un amigo que lleva, precisamente, una camisola gala (Mart. I 92, 8): “si una camisola gala te cubre la mitad de las nalgas”. De esta manera, la historia del vestido romano se puede definir como una incesante lucha entre la concepción clásica de la indumentaria y las nuevas prendas que vienen de las regiones del norte de Europa, en particular las bracae, origen de los modernos y poco nobles pantalones.
Vestido femenino y evocación
Al cabo del tiempo, algo tan masculino como las bracae acabó dando nombre en algunas lenguas romances a una de las prendas íntimas y femeninas por excelencia: las “bragas”. No obstante, el término “bragueta” todavía recuerda que eran los hombres los que se las ponían antes que ellas. Sin embargo, las mujeres romanas no conocían nuestro actual concepto de ropa interior o ropa íntima. Sí es verdad que podían portar una suerte de sujetador (strophium), ceñir sus pechos con vendas (fascia pectoralis), o realzarlos mediante un cinturón (zona) colocado precisamente por debajo, a la manera de la famosa emperatriz Josefina Bonaparte. Sin embargo, todavía quedaban muchos siglos para que la túnica inferior o subucula, en principio común a mujeres y hombres, evolucionara hasta dar lugar a los corpiños. La túnica femenina por excelencia era la stola, bien distinta de la túnica masculina, como antes señalamos, por sus mangas largas y la extensión hasta los pies. Era, ante todo, símbolo de pudor y castidad. El pallium rodeaba sus cuerpos, de manera que el patrón indumentario no difería sustancialmente con respecto al de varón. Era, precisamente, la variedad de colores lo que caracterizaba el vestido femenino. En su Arte de Amar (III 170-194), el poeta Ovidio aleccionó a las jóvenes sobre esta variedad cromática. En todo caso, y a pesar de sus diferencias sociales, matronas y meretrices compartían en Roma una obsesión: el gusto por el adorno y el atavío. La mentalidad romana, tan apegada al pensamiento jurídico, distinguió lo que era fungible de ese arreglo, es decir, los afeites, y lo que era heredable y patrimonial, en especial el oro y la púrpura. Hasta llegó a promulgarse un ley, la Lex Oppia, que hasta comienzos del siglo II antes de Cristo, tras la Segunda Guerra Púnica, restringió la capacidad de ostentación de las mujeres más pudientes. Esto suscitó la primera manifestación femenina de la Antigüedad. Sin embargo, tal circunstancia no impidió que se creara toda una industria del lujo, y que a Roma llegaran de Oriente preciosas telas púrpuras y de seda. Es importante observar que los vestidos lujosos se caracterizaban por un nombre propio, sobre todo evocador, que los hacía, si cabe, aún más deseables. Los nombres venían, por lo general, motivados por el lugar de origen de la prenda, como la isla de Cos para la seda, o la ciudad de Tiro para la púrpura. De esa procedencia se han formado los nombres Coa o Tyria vestis, cuyo uso literario hizo las delicias de los poetas elegíacos. Es algo muy parecido a lo que hoy día ocurre con las marcas de los grandes diseñadores: era tan evocador y “chic” decir que una matrona romana llevaba un “vestido de Cos” como decir hoy que una mujer famosa lleva un “Versace”. FRANCISCO GARCÍA JURADO