No es la primera vez que elucubro aquí sobre narrativa en corto y narrativa en largo. Atribuyo a narrativa en corto frescura, licencias, inmediatez y a narrativa en largo profundidad, estructura y durabilidad. No solo yo. La mayoría de la gente emplea ese estereotipo. Entonces lo sorprendente es encontrar justo lo contrario. Narrativa en corto con vocación de clasicismo y consistencia (un ejemplo sería Knockemstiff) y narrativa en largo con espíritu juguetón (y aquí no me viene tan fácilmente el ejemplo, ayuda, por favor). En cualquier caso la funcionalidad también cuenta: sobre todo cuando se maneja una pila de una cierta altura de lecturas pendientes (un día de éstos abriré una pestañita aquí arriba con mi lista de libros en marcha, imitando descaradamente a Deborahlibros, aunque ella debería tomárselo como un homenaje, nada de quid pro quo). O sea, cuando ves que se avecina una época de escasa capacidad de concentración (eso se ve venir), pues los relatos no más allá de las quince páginas, casi encapsulados, son válidos como monodosis de supervivencia. Cuando vislumbras prolongados espacios de dolce far niente: vacaciones, parones en temporada de fútbol, buscas los tochos (que, por una cuestión de pura física, siempre reposan al fondo de las pilas generando cimiento y sustento a los otros) y dices: trilogías de 1200 páginas, bromas infinitas, ahí voy.Bien: cuatro de éstos han caído en fiestas. Podría ser más precavido y montarme cuatro post y alargarlos un poquitín y me olvidaba de escribir aquí una semana. Entre salidas consumistas y celebraciones varias, qué mejor que lecturas asequibles, rápidas, tanto que mi ritmo de publicación aquí no les ha dado ni tiempo de figurar en el recuadrito de lectura en curso: tan efímero ha sido su paso, aunque con ligeros matices.
Andrés Neuman es un joven escritor argentino de cierto renombre. Sus obras son fácilmente localizables aquí, y ha escrito algunas novelas. Leí Hacerse el muerto, que combina historias de apenas unas frases con relatos algo más largos, con un cierto tono algo surrealista y con un lenguaje directo y asequible. Cuando se vuelve excesivamente esquemático me resulta algo artificioso. Sabéis. Eso tan monterrosiano de desnudar el relato hasta el esquema, como dejando sólo la carcasa y un montón de tarea al lector para la especulación. En cambio, cuando se alarga (como en un cuento en que el protagonista decide zanjar las disputas que le han acarreado enemistades), resulta interesante, resulta rico y evocador, como si él decidiese aportar el esfuerzo a que los cuentos más cortos obligan al lector. Conclusión: me apetece algo de Neuman en largo, algo más clásico y menos diletante, o sea, un entorno en el que sus logros, que los tiene, sean comparables de igual a igual con los de otros. En cualquier caso, Hacerse el muerto es uno de esos libros que sólo un autor medianamente consagrado puede permitirse. Estoy seguro que yo me presento ante un editor con algunos de estos relatos y me los tira por la cabeza. Literalmente.
Fabián Casas es otro joven escritor argentino. Nacido en el barrio de Boedo, en el que ambienta las cortas historias de Los lemmings y otros, historias con sutiles vínculos por la presencia de personajes comunes y la volátil mención de hechos que parecen formar parte de este relato. Casas usa jerga a puntapala: son cuentos de barrio de clases modestas, de inmigrantes y de niños, adolescentes y jóvenes que pasan buena parte de su vida dando vueltas por la calle. Entonces esos fantasmas que siempre planean sobre la vida callejera van precipitándose sobre ellos: adicciones, delincuencia de poca monta y de no tan poca, ocasionales conflictos violentos, chicas que pasan, escasa dedicación a los estudios. El libro, a pesar de ser un compendio de diez historias, transmite una sensación unitaria: se lee en apenas una hora y media y uno conserva una imagen fresca y costumbrista de las vicisitudes (hola, Selene), que se agria un poco cuando, tomando la perspectiva del narrador omniescente pero superviviente, Casas empieza a describir, mejor, a escupir, el futuro que se cierne sobre algunos de esos protagonistas. Futuro de todo pelaje donde, claro, cómo no, encaja el drama y la tragedia con toda comodidad. Un curioso ejercicio de estilo que puede ser una cárcel para su autor. Sus lectores entusiastas podrían pasarse la vida exigiéndole más tomas de esta realidad.
Rodrigo Rey Rosa recibía tan encendidos elogios de Roberto Bolaño que era normal que me tirara sobre el primer libro que viera de él en cualquier lado. Otro zoo son cinco relatos dentro de los cuales destaca uno particularmente largo, que llega a estructurarse en capítulos. Eficazmente escrito (productivamente diría si fuera un mentecato mercantilista), Rey Rosa se apaña con muy poco para dibujar personajes que calan con rapidez. Todos los cuentos de Otro zoo cuentan con la presencia de animales y de niños (o el equivalente a niños que tengan los escorpiones) pero no entregados a cursilerías. Los niños de Rey Rosa son adultos de pequeño tamaño que procesan la realidad que les rodea. Ni un gramo de cursilería o gazmoñería: los cuentos de Rey Rosa se anclan en la memoria, permanecen y conviven ahí, más, (por lo que a mí respecta) que los de los dos libros anteriores, porque detrás de esa concisión y de esa espartana puesta en escena, el escritor les aporta un calado, un mensaje subliminal de trazas sociales, de trazas políticas, de las trazas que sea, pues este hombre se las apaña para resultar el más memorable de estos cuatro libros, con permiso de Fabián Casas y sus chicos de la barriada.
James Lasdun es londinense pero lleva más de 25 años en USA. Los cuentos de Esto empieza a doler tienen lugar allí, con alguna excepción. Lasdun es eficaz en su escritura, pero demasiado aséptico y demasiado timorato. Quiere escribir historias creíbles y a las que podamos poner nombres y apellidos, pero esa cotidianeidad acaba arrastrando los cuentos hacia los lugares comunes y hacia una estructura excesivamente rígida. Sin sitio para fantasía o situaciones algo chocantes, la grisura arrastra estos escritos, los lastra hasta convertirse en una especie de formulario de la vida de distintos residentes en una comunidad USA de clase media y de un estado particularmente representativo. Más cerca de Richard Ford que de Raymond Carver, veo a Lasdun en un lugar de nadie particularmente desaconsejable en las letras americanas (pues me niego a considerarlo inglés, lo siento). Esa tierra de nadie del narrador casual, del cronista de la vida que se niega a autoatribuírse una sola licencia dramática con tal de respetar la realidad. Eso sólo Carver, o Hopper en pintura, se lo han podido permitir. El mencionado Knockemstiff se salió de la carretera por un lado diferente en cada curva. Lasdun va a 60 ( o a 40 millas) por la carretera secundaria, y se para en los semáforos. Qué pretendes con eso, James?.