Desgraciadamente más de un inmigrante ha tenido que escuchar alguna vez esto, por lo general a gritos y con miradas desdeñosas.
Cuando se dejan de lado los audífonos, el teléfono, incluso el libro más vendido del momento y se mira alrededor en las calles, en el transporte público, en la terraza de alguna cafetería… pueden notarse desagradables gestos hacia personas que un buen o mal día dejaron todo lo que aman para hacer una vida a miles de kilómetros de distancia.
La ignorancia es egoísta, maleducada y sobre todo, muy cruel. Los xenófobos se creen dueños de su tierra y con el derecho a decidir quién puede vivir o no en ella. Les molestan los extranjeros excepto cuando sus equipos ganan una copa gracias a los goles de alguno que nació fuera. Les molesta que los inmigrantes hablen en su idioma, pero según el que sea. Les molesta que hablen de política o de problemas sociales, pues para los xenófobos los inmigrantes son el problema social y aunque paguen impuestos y cumplan con sus deberes no tienen derecho a opinar de política. Los miran como se mira a un delincuente in fraganti. Como si buscar una vida mejor fuera eso, un delito terrible cuyo daño –si acaso– sólo puede ser reparado con la expulsión.
Los episodios desagradables son tan variopintos como los individuos que se sienten grandes al humillar a quien parece que con su presencia les robara el aire que deben respirar.
¡Vete para tu país! ¡Aquí no pintas nada, sudaca (negro, indio…)! Y muchas más frases de odio pueden escucharse mientras algunos se unen al coro y los testigos de la escena miran para otro lado callando por vergüenza o por temor a “quedar mal”, total, los que gritan podrán ser xenófobos o groseros, pero son sus xenófobos, sus groseros. Absurda solidaridad aquella que pisotea valores que deberían ser universales.
¿Acaso creen que es divertido decir adiós? ¿Acaso piensan que es sabroso dejar familia, amigos, empleo, un hogar, una vida hecha y cruzar lo frontera con la esperanza de regresar algún día pero sin la certeza de conseguirlo? Detrás de cada pasaporte extranjero hay un drama (grande o pequeño) con el que cada uno se enfrenta cada mañana aprendiendo a vivir con él. No hace falta escapar de una guerra para que la experiencia signifique un desgarro en el alma. A nadie le divierte dejar todo lo que tiene y comenzar desde cero, a nadie le divierte caminar de espaldas a sus colores, al perfume que desprende la hierba cuando acaba de llover, al sabor de los platos que moldearon su paladar. A nadie le divierte abrazar una almohada buscando cariño materno, a nadie le gusta recibir una mala noticia en un hospital y que fuera no haya una cara conocida esperándole. A ninguno le alegra desaparecer de las fotos de la familia porque los eventos siguen a pesar de la ausencia. A nadie le gusta estar en casa ajena –por más grande o cómoda que ésta sea. Tampoco que califiquen su nivel de estudios por tener un empleo modesto (del que los mismos xenófobos se aprovechan pagando una miseria como si fuera un favor).
Emigrar no es un deporte ni un hobby, en absoluto es una diversión. Emigrar es una decisión durísima que cambia la vida de quien se va, pero también de quien se queda. Dejar la propia vida para construirse una nueva puede ser emocionante, pero nunca algo divertido. No hay inmigrantes de primera ni de segunda. Hay inmigrantes y punto. Gente que con diferentes talentos, motivaciones e intereses escogen un lugar para vivir intentando convertirlo en su casa, echar raíces en él y contribuir a hacerlo uno mejor para todos, vengan de donde vengan. Gente que hace grandes sacrificios, que renuncia a todo lo que tiene para salvar lo único indispensable para seguir adelante: la vida. Personas que además de vivir con el dolor de sentirse (y estar) solas y de lidiar con el desdén de algunos locales, también tienen que soportar la estupidez y la arrogancia de quienes se creen más patriotas que ellas porque no quisieron o no tuvieron la oportunidad de hacer lo mismo.
¿Por qué no se van para su país? En la mayoría de los casos sencillamente porque NO PUEDEN. Porque saben que les espera la cárcel, el hambre, la muerte. Por eso, cada vez que a alguien en esta Europa en crisis se le ocurra ser maleducado hasta llegar a la indecencia con alguna persona que no nació aquí, debería cerrar los ojos por cinco segundos y recordar los grandes barcos que durante décadas zarparon de estas costas repletos de personas que doblaron su vida en una maleta e hicieron exactamente lo mismo para tener en otra tierra la que creían merecer. El éxodo de jóvenes europeos preparados que no encuentran empleo solamente se diferencia del resto de los inmigrantes en una cosa: no abandonan un país hecho pedazos, pero igual se van porque en alguna parte del mundo creen que hay algo mejor y nadie tiene derecho a mandarlos de vuelta a casa.
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