Vetusta Morla / La deriva

Por Calvodemora

Conocí tarde a Vetusta Morla y no me esmeré en apreciar ese cierto toque de pop en el que una canción tiende a confundirse con la anterior y con la siguiente. No es que sea un mal grupo o que sea mediocre: acepto que Vetusta Morla es un grupo de una contundencia sonora que hace pensar en bandas de más al norte, de algunas que dan la impresión, incluso en las primeras escuchas, de que no es producto desechable. Mapas era un disco agradable, que caía en ocasiones en esa pesadez dulce, en esa paradoja que consiste en dar por irrelevante lo que no es sublime. Vetusta Morla no es una banda que apabulle, no es el grupo sólido que ha encontrado un lenguaje y lo explota a conciencia, insistiendo en matices en que solo ellos insisten, hablando de asuntos de los que solo ellos hablan, pero quizá haya que bajar la guardia, no estar a la defensiva, no pretender que el paraíso exista y creamos que está al alcance, a poco que elevamos la vista. De Mapas me quedo con el agrado primerizo. No hubo más. Es otra cosa La deriva. Llega donde uno no esperaba, emociona donde antes solo había un leve afecto, una tenencia compartida de emociones, pero no una mano tendida sobre otra, un libro que leen dos al tiempo. De hecho, lo primero a lo que se acoge uno es al mensaje, que es reivindicativo, político, de poesía social de los cincuenta, de puñetazo encima de la mesa. La voz de Pucho engancha mucho o te molesta mucho: puede sobrecogerte (a mí me conmueve en tramos, me llena mucho en momentos) o crearte un severo estado de nervios que incluso podría reconocer el fan más fan de todos los fanes vetustos. Llevo tres días prestándole toda mi atención a esta deriva. La siento mía, me ha conducido por calles, me ha enganchado lo suficiente como para haberme alegrado una barbaridad de que un grupo español (por fin, por fin) me haya entusiasmado al modo en que lo hizo Radio Futura en el glorioso pasado, que es una estación propicia para la nostalgia, por supuesto. El desfile de los mil dolores pequeños que punzan la piel del herido o del atropellado (hay tantos atropellos, hay tantas heridas) te mantienen alerta, a la espera de que en cualquier rincón te conmocione un verso suelto o te haga brincar un riff de guitarras o un certero acople de sonidos, menos atmosféricos, más epidérmico. Dice mi amigo K. que Vetusta Morla no saldrán nunca de la etiqueta de grupo de culto. En este país las cosas de culto suelen ser las que se despachan con desprecio, las que solo suscitan la atención de ciertos connoiseurs. No teniéndome yo por ninguno de ellos, llego a La deriva con la voluntad de escuchar sin prejuicios. No siempre sucede. Se deja uno llevar. Cae en lo que oye. Una vez contaminado, es difícil acceder de forma limpia. Ahora mismo estoy escribiendo esto y pensando en que tengo un amigo vetustero (P.) y dos, al menos dos, que no lo son (F. y J.A.) K. me dice que desoiga, que tire al monte, que haga lo que suelo, pero no dejo de pensar en que entiendo las posturas, el amor frontal, el odio recto.