La última vez que fui a España me llevé una maleta, un carro y a una persona a quien poder sentar dentro y a quien poder poner toda la ropa que llevaba de equipaje. No sólo era mi primer vuelo con un niño, sino el primero en la vida de Monete y tal vez por ello me pillara - digamos - preocupada en cierto modo.
De entre los consejos que me dieron, he aquí los que me sirvieron y los que no:
- Darle algo de comer o de beber durante el despegue y el aterrizaje, para que, gracias al movimiento de las mandíbulas, la presión en los oídos no fuera tan fuerte.
- Colocarle un vaso de plástico con unas servilletas húmedas dentro a la altura de las orejas. Las servilletas estaban mojadas con agua caliente, de manera que, al colocar el vaso en las orejas del niño, se crearía una zona húmeda que pudiera contrarrestar esa presión de la que hablaba antes.
- Un spray nasal para contrarrestar nuevamente la presión en los oídos.
- Llevar juegos y distracciones de todo tipo.
Bien... En el (los) vuelo(s) de ida, porque fueron dos, no me sirvió prácticamente nada. ¿Beber de un biberón? ¡Sí claro! ¡No lo ha hecho casi nunca, lo va a hacer ahora a no se cuanta altura! La idea de darle algo de comer sirvió más o menos... Antes de comenzar el despegue y después de aterrizar, por lo que el llanto me lo comí de todas formas.
Nunca había llevado tanto peso en la mochila que usé de equipaje de mano: pañales a casco porro, galletas, otra especie de galletas a las que aquí llaman Riegel, que son de fruta espachurrada entre dos obleas, dos peluches para poder morderlos si le daba dolor de dientes, un mordedor, por si de repente ya no quería morder peluches, un libro con música y otro con texturas, y yo no sé cuántos trastos más... Y en cuanto nos subimos al primer avión y nos repartieron el tentempié, recibimos una botella de agua minúscula, con capacidad para 200 mililitros, y con ello se entretuvo la mayor parte del tiempo que estuvimos volando.
A la vuelta decidí no ir tan cargada, pensé que con unas llaves de colores y un peluche tendríamos de sobra... Y nada más subir al avión, le regalaron un mini peluche con forma de avión... con el que se estuvo distrayendo hasta que el sueño hizo su aparición.
Pero volviendo a los consejos. Ni tan siquiera sirvió un spray nasal que el pediatra le había recetado para la ocasión, a pesar de ser útil principalmente cuando los niños están resfriados...
Lo único que ayudó fue el vaso de plástico con las servilletas. Mano de santo, oye. Hasta que decidió que ya no quería llevar un incordio en la oreja, se puso a explorar qué era aquello y sacó las servilletas para inspeccionarlas de cerca. Fin de la historia.
Los vuelos de vuelta fueron, por suerte, menos accidentados. Tal vez porque volábamos más tarde, porque aquello ya no era una novedad, porque se lo había pasado bien y había crecido en España en todos los sentidos... lo cierto es que no lloró y, además, se durmió en los dos vuelos y al llegar a Salzburgo y ver a papá, se despertó y abrió los brazos indicando que quería salir de allí y abrazarle. Desde entonces, no hay quien los separe.
Habrá que esperar un tiempo hasta el próximo vuelo o viaje largo, pero os mantendré informados si averiguo cómo hacerlos más llevaderos.