"¿Por qué hiciste este viaje?" me preguntó una amiga, cuando me vio un poco preocupada por el presupuesto para llegar a otros lugares. Y aunque me pareció una pregunta capciosa (porque cada viajero va por ahí lleno de infinitas razones para moverse de un lado a otro y, para mí, todas son válidas), le respondí sin dudar: "para huir...y porque quería ver y abrazar a mis afectos, no abarcar distancias". Huir, dije. Y vino a mi mente eso que escribió Javier Reverte alguna vez: "cuando me preguntan porqué viajo y escribo, respondo que es una manera de escapar de la muerte".
Eso: huir, escapar. Lo dije rápido, pero no me sorprendió.
Había planeado este viaje mucho antes de mi hastío ( estoy en Europa, desde hace casi dos meses), fui comprando los boletos poco a poco, me endeudé, me recuperé, seguí trabajando, buscando ideas mientras la realidad de mi país, Venezuela, se me hincaba en los hombros e intentaba empujarme hacia abajo, con mucha fuerza. Entonces, los meses de espera transcurrieron con pasmosa lentitud. Y eso fue lo que pasó, que el viaje dejó de ser el viaje y se convirtió en un escape.
Huí del cansancio, de buscar medicinas, de la contractura muscular que me dio de la preocupación, de la rutina de salir a buscar comida y encontrar muy poco, huí del pesimismo que comenzaba a cubrirme, huí de los días largos, de las madrugadas eternas. Huí para ver si luego podía volver con una versión mejorada de mí misma, con un respiro sostenido, con las fuerzas que me fallaron los meses previos antes de salir. Huí para (re)encontrarme, para poder seguir construyendo.
Cuando salí de casa -ese momento del escape- me traje la angustia en la maleta gris, sin saber que casi un mes después comenzarían las manifestaciones y represiones en mi país y que hoy mantienen en vilo a los que están allá, a los que ya no viven ahí, a los que estamos temporalmente ausentes. No puedo no escribirlo, no puedo no decirlo en voz alta.
Hace tres años me pasó lo mismo. Hace tres años, Europa. Hace tres años, la angustia. Y sin embargo, el viaje era otro, las ansias de ver caminos eran otras y por eso pasé por ocho países y di vueltas, muchas vueltas. De eso, escribí algunos retazos y, de tanto en tanto, vuelvo a ese viaje a rescatar algunos recuerdos.
Ahora, todo es distinto. Entendí que estaban pasando tantas cosas afuera, que no me quedaba otra opción que viajar por dentro; que tenía que darle sentido al viaje y que la huida era mentira: no podía escapar de nada y mucho menos de mí misma, pero sí podía (y puedo, todavía) dar bocanadas de aire fresco. Ir, volver, seguir.
Viajar y escribir es lo que hago, esa es mi rutina inalterable.
Así que uno convoca los buenos momentos, los atesora y se los lleva de vuelta como un talismán. Quizá sean ellos -los momentos- los que nos ayudan a reconocernos, a asirnos a lo posible. Escribir esto es mi viaje, el de adentro, el que no se ve, el que no se sabe. Compartir lo que veo y cómo lo veo, es lo que nos acerca. O, a lo mejor, es todo. La mirada y la emoción no saben caminar descompasadas.