Viaje a ninguna parte. A través del arco iris

Por Zogoibi @pabloacalvino

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Tras hablar en el capítulo anterior de los nuevos dioses sociales –el capitalismo sin coto y el consumo sin medida– alcanzo casualmente Toruń, ciudad antes entrañable y hoy no tanto, paradigma de las que dan su alma al diablo, renunciando a su carácter para venderse al tintineante oropel de las divisas.

Inconfundible vista de Torun sobre el río Vístula.

Antes de esta metamorfosis, y precisamente por la autenticidad de su belleza, Toruń solía ser mi ciudad polaca favorita, y en ella viví una temporada. Fue fundada (como casi todo el norte de la actual Polonia) por los germánicos caballeros de la Orden de los Teutones en la baja edad media, y se ha conservado casi incólume pese a las guerras, soberbia con sus históricas torres, iglesias y murallas en inalterable ladrillo rojo, recibiendo el sol de mediodía en las fachadas de sus casas, reflejandose sobre las aguas del Vistula a cuya orilla se yergue. Fue cuna del astrónomo Copérnico, que dio forma a su sueño heliocéntrico y es hoy símbolo de la ciudad.

Pero no voy a detenerme hoy en las virtudes de Toruń ni en su acelerada vulgarización de la última década. Baste decir que he hecho una parada de varios días para visitar a algunos amigos que aún me quedan aquí; y que una mañana –tan calurosa como las anteriores– cojo de nuevo la moto y, en mangas de camisa, continúo viaje por la bochornosa llanura central polaca, ahora en dirección este, en busca de mi añorada Podlasie, una región de Polonia frontera con Bielorrusia donde todo comenzó y todo acabó, yo me entiendo. Hace unos años escribí estas palabras sobre Podlasie, que algún lector puede encontrar incluso poéticas.

Para llegar aquí desde Toruń lo ruta más bonita es por Mazury (o región de los lagos, como le dicen aquí), haciendo un leve arco hacia el norte; pero yo quería visitar a otra amiga en su chalet de Popowo Kościelne, cerca de Varsovia, o sea un poco hacia el sur, y he tenido que apechugar con las monótonas carreteras del llano central.

Listo para un paseo al atardecer. Popowo Kościelne.

Hago, pues, una noche en Popowo, en el chalet, y la siguiente en Ciechanowiec, donde el amable dueño del Hotel Nowodwory, preocupado por la seguridad de Rosaura y careciendo de cochera, me insiste en que la aparque en el mismísimo vestíbulo, pese a mis protestas de que, tratándose de un pueblo, no hacía falta. Pero el hombre porfía: To jest Polska!, exclama: esto es Polonia. Como diciendo: aquí ningún lugar es seguro.

Rosaura, invitada de honor en el hotel Nowodwory.

Por cierto que en este hotel aprovecho para cenar tatar, uno de mis favoritos de la cocina polaca. Es un plato no apto para pusilánimes: carne cruda picada servida con una yema de huevo también cruda, cebolla y pepinillos. Ideal acompañada con un chupito de vodka.

Tatar wołowe.

Y así, desde  Toruń y cuidando siempre de mantenernos alejados de las frecuentadas rutas principales, tres días más tarde Rosaura y yo llegamos por fin a la capital de Podlasie: Białystok.

Pese al fuerte vínculo emocional que me une a esta ciudad, reconozco que no tiene mucho de bonito ni apenas otro atractivo que la notable densidad de mujeres guapas; que no es poca cosa, claro. Pero careciendo de casco antiguo y habiéndose desarrollado en la época del socialismo, pese a llamarse a sí misma la Versalles de Polonia lo más que puede hacer el turista es visitar el emblemático palacio Branicki (mandado construir por un ambicioso cabecilla, o hetman, que también aspiraba a cruzar su arco iris y quiso ser rey de Polonia), explorar sus espléndidos parques y pasear de arriba a abajo por la única calle peatonal de la ciudad, Lipowa, que concentra la mayoría del comercio y el ambiente.

Sobre Lipowa hay una plaza y en la plaza un gran café: Esperanto, que se llama así porque en Bialystok nació el judío Lezer Levi Zamenhof, el físico que inventaría el famoso, si bien que fracasado, lenguaje universal.

Palacio Branicki, en Bialystok.

Por cierto, decir que Zamenhof era polaco es forzar un poco la gramática y la historia; como decir que Julio César era italiano o Mozart austríaco. Zamenhof era ante todo judío (y ya sabemos todos que este pueblo no admite más nacionalidad que la propia), de ascendencia lituana, y nació siendo Bialystok parte de Rusia. De hecho, se crió bilingüe yiddish-ruso, y sólo más adelante aprendería el polaco, junto al hebreo y otros idiomas.

Al vivir en esta Babilonia donde los conflictos entre quienes hablaban diferente lengua eran el pan nuestro de cada día, con muy buen sentido Zamenhof concluyó que la razón principal de los odios y los prejuicios entre las gentes radicaba en el desentendimiento mutuo, y que la lengua era la mayor barrera entre los pueblos, obstáclo mucho más poderoso y efectivo que cualquier arbitraria frontera (esto último es de mi cosecha). De ahí su interés en crear un idioma común. Pero este bienintencionado proyecto estaba llamado al fracaso desde su misma concepción, pues lo que el judío lituano pasó por alto fue que las gentes antes prefieren aferrarse y morir por sus prejuicios y chauvinismo que no vivir en armonía si ello implica renunciar a preservar esa parte tan importante de cada uno como es el lenguaje materno.

Difícil tarea, sin duda, determinar “cuál es la más noble acción del alma” en tales casos y cuánto esfuerzo debería ponerse en allanar barreras lingüísticas, es decir dejar morir idiomas que aunque éstos formen de algún modo parte de nosotros; pero lo que, mírese como se mire, no puede considerarse sino fruto de mentes rencorosas y estrechas es eso de acrecentar dichas barreras, o crearlas, donde antes no las había; eso de querer resucitar lenguas moribundas, reabrir debates olvidados y avivar problemas que iban desapareciendo por sí solos. Tal es el caso del gallego, el vascuence o el catalán en España, como lo es del gaélico en Irlanda, el lapón en Finlandia y muchos otros ejemplos.

Sábanas bordadas en el hotel Kamienica. Algo que ya se ve muy poco.

Pero dejemos los idiomas y observemos cómo los niños alcanzan sus propios sueños frente al café Esperanto.

En los días calurosos del verano, es costumbre en Polonia (y privilegio de un país donde el agua no escasea) enganchar una gruesa mangera a una boca de riego y, situando un deflector metálico junto al otro extremo, fijado al suelo en mitad de alguna plaza, abrir el grifo para crear una cortina de agua donde poder refrescarse y jugar. Y es una verdadera delicia apostarse junto a una de estas pantallas líquidas y observar cómo los niños disfrutan, empapados por completo, intentando repetidamente cruzar el arco iris mágico.

Niños jugando en el agua irisada.

Quizá estas imágenes sean una metáfora, o incluso una alegoría, sobre mi propio viaje a ninguna parte. Pero, en cualquier caso, ¿quién de entre nosotros no ha soñado, alguna vez, también con alcanzar el arco iris?

A través del arco iris.