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El norte me llama con voz poderosa, y no veo el momento de escapar del campo gravitatorio de Riga con su trazado radial de carreteras; pero antes de marcharme, y una vez aparejada la burra, paso por una tienda de souvenirs y compro una pegatina de Letonia y para la moto.
Desde el casco histórico tardo un buen rato en dejar atrás la ciudad y su extrarradio, en parte porque los mapas de mi smartphone se han confundido y me encaminaban por dirección prohibida. Antes de emprender este viaje estuve dudando mucho qué servicio de mapas utilizar. Google quedaba descartado porque, aunque la cartografía e indicaciones son bastante buenas, requiere de una permanente conexión a internet, complicada y cara cuando circula uno por lugares perdidos y cruzando fronteras cada pocos días. Otra opción eran los programas de pago, pero me ofrecían poca confianza y los mejor valorados no tienen aplicación para el deplorable Windows Phone 8, que es lo que corre mi deplorable Lumia; así que me conformé con Here Maps, el propio servicio de Nokia: mapas offline bastante fiables, rápidos y fáciles de usar, a veces mejores que Google, aunque de vez en cuando el programa se confunde con las direcciones o los nombres, y el software de guiado (Here Drive) no admite puntos de ruta intermedios, sino sólo comienzo y fin.
Saliendo –como decía– de Riga en dirección nordeste por la A-2, en cuanto tengo la primera oportunidad me desvío a la izquierda hacia el norte por carreteras secundarias; y de las varias alternativas para entrar en Estonia sin desviarme sensiblemente del rumbo, escojo la más alejada, pues Letonia me ha sabido aún a poco y quiero, si me es posible, pasar en este país una segunda noche, en algún lugar pequeño. Aquí por fin, después de diez días conduciendo sobre terreno llano, el paisaje empieza a ondularse un poco: me encuentro con algunas lomas y algunas curvas a las que doy la bienvenida, por aquello de no olvidar cómo se cogen. Las carreteras son muy malas, pero me gustan estos paisajes agrícolas, poco poblados, moteados de coloridas casas rurales y llenos de folklóricas escenas campestres. Enseguida se echa a ver que es un país mayoritariamente –casi exclusivamente– agrícola. Apenas he visto industria, ni siquiera en los alrededores de Riga.
Guardando el heno en el granero para el invierno. Típica granja de estas tierras.
Ahora bien, por aquí repostar puede ser un problema. No es que escaseen las gasolineras como en los desiertos, pero hay pocas, y a veces no están indicadas, de modo que un motero debe ir atento y no confiarse mucho; o sea, no como yo, que esta mañana a poco me quedo con el depósito vacío. El mapa indicaba una gasolinera, pero me costó encontrarla: era un miserable surtidor sin letrero alguno, viejo y destartalado, en medio de una parcela que desde lejos parece un sembrado y desde cerca un desguace. Me detengo junto a la bomba única y, al embocar la manguera y apretar el grifo, no sale ni una gota. Si no hay gasolina aquí –me digo– va a tocarme pedirle a algún campesino. Me acerco a la oficina, una minúscula caseta a treinta metros del surtidor, y trato de escudriñar tras los vidrios de la ventanilla cerrada. Una señora abre desde dentro y le indico, por signos, si puede activar la bomba, pero me responde en ruso algo que no entiendo; aunque lo sospecho. Insisto en mis gestos y entonces se frota los dedos y me dice: ‘money money’ ¡Qué desconfiada! Tenía pensado llenar, pero cambio de idea y le alargo un bilete de cinco euros, que me da para cuatro litros, con los que puedo hacer otros cien quilómetros; más que suficiente.
Otro problema es que, en estas carreteras tan poco transitadas, puedes encontrarte de repente con que el asfalto se acaba y comienza el ripio, como precisamente me ha sucedido.
Letonia off-road.
Me detengo a los pocos metros sobre la grava y, antes de continuar, estudio la situación. Examino bien ampliado el mapa y veo que, en efecto, indica un tramo sin asfaltar; si está actualizado, tengo diecisiete quilómetros de ripio por delante. Yendo despacio no es particularmente peligroso, pero sí incómodo y, peor aún, puede rajarme una cubierta en un santiamén. No me gustaría pinchar aquí, en mitad de la nada. Ni la moto es enduro ni voy yo preparado para viajar off-road. Pero la alternativa me supone dar una gran vuelta y perder la tarde, así que me arriesgo. La grava parece bastante menuda. Al principio voy bien, despacio en tercera; pero a mitad del trecho el ripio se hace más grueso y tengo que reducir a segunda. Continúo muy despacio, tratando de evitar los trozos que veo peores. Es un ritmo al que las distancias y los minutos se hacen largúsimos. Hay un tramo en que piedras y cascotes menudean, y casi me cuesta controlar el manillar, así que reduzco a primera. A este paso no llego nunca, pienso. Por suerte, en el último quilómetro las condiciones mejoran y, al fin, encuentro asfalto de nuevo. Después de todo no ha sido para tanto, pero he pasado un rato de nervios y preocupación innecesarios. ¿Quién me mandará?
Aún no es muy tarde cuando, poco más allá del tramo de grava, llego a un pueblo llamado Mazsalaca y, tras examinarlo con un par de vueltas en la moto, decido que me gusta lo suficiente para pernoctar. Es pequeño y tiene –salvando las diferencias– cierto aire a pueblo de western, con media docena de calles muy anchas flanqueadas por casas de madera, poca gente por las calles, campo por todas partes, algunos edificios aislados y apenas tráfico alguno. El único hotel que hay, sobre una calle en obras, tiene su encanto: es una gran casa color ocre, de madera, con la pintura descascarillada y un bar restaurante en la planta baja. Vengo sudoroso y hambriento, así que lo primero que hago, incluso antes de preguntar por habitaciones, es pedir un nutritivo borsh para comer, una ensaladilla y una cerveza, que me sirven bien fría. La camarera es muy joven y guapa, rubia –lo normal aquí–, con unos ojos azules como he visto pocos, que me miran siempre sonrientes. Por suerte habla inglés y, mientras como, charlo un poco con ella. Al acabar, me muestra la habitación, a la que se entra por la trasera del edificio. La sigo a la primera planta, hipnotizado por la cadencia de sus caderas y el sutil, muy sutil olor corporal que desprende. Desearía que los escalones no acabaran nunca…
Las traseras del hotel en Mazsalaca.
Cruzamos varias puertas y llegamos a la habitación, que es muy sencilla, con dos pequeñas camas y una alegre ventana sobre la calle, sin cierres ni persianas; sólo un visillo, como es habitual en esta tierra. Me gusta. El precio, quince euros. Por supuesto, me quedo; me quedaría aunque costara el triple. La joven, que se llama Natalia y trabaja aquí sólo durante el verano porque en septiembre vuelve a la universidad, me explica las llaves: esta para la entrada, esta para el cuarto, si necesita cualquier cosa me lo dice. Le doy las gracias y, con nostalgia de mi pasada juventud, la veo alejarse escaleras abajo.
Una hermosa casa de campo en Mazsalaca.
Una vez establecido, me doy un largo paseo por la carretera que sale hacia el norte, hacia Estonia, cuya frontera está sólo a veinte quilómetros. A la altura del pueblo están pavimentando, pero he de enterarme si el asfalto llega hasta el país vecino. Según mi mapa, es una carretera de grava, pero hasta donde yo llego caminando –dos o tres quilómetros– es asfalto, así que no sé a qué atenerme. Intento preguntar a algún vecino, mas o no me entienden o no saben. Me está pareciendo que los letones son bastante secos, desabridos. Hablo de una impresión general, claro. Sin llegar a mostrarse hoscos, sonríen poco tirando a nada, nadie saluda a un forastero y muy pocos le devuelven el saludo; parecen poco hospitalarios y no muy dispuestos a ayudar. Aunque, por supuesto, hay excepciones como en todas partes.
Por el camino veo hermosas casas, escenas bucólicas y trigales aún verdes, apenas empezando a amarillear. ¡Qué contraste con España! También paso junto a una gasolinera, la más grande de la zona, con nada menos que dos surtidores.
Típica gasolinera letona.
A la vuelta quiero preguntarle a Natalia por el tema de la carretera, pero ya se ha marchado, cerrando el bar tras de sí. Voy hasta un pequeño supermercado cercano, lleno de chavales que acaban de salir de clase, y compro algunas provisiones para cenar en la habitación. Son guapas, muy guapas las mujeres en estos países bálticos.
Por fin regreso al hotel, me doy una mercida ducha y luego apuro las provisiones. Entre unas cosas y otras son ya más de las diez, pero aún hay mucha luz en el cielo. La latitud se va notando día a día, a medida que subo hacia el norte. Ahora estoy al mismo nivel que Escocia. Escribo y leo un rato, hasta pasadas las doce, mas fuera continúa habiendo claridad, cosa que no ayuda a conciliar el sueño, y peor si tienes insomnio. No se oye ni un ruido en la calle; tampoco en la casona. Soy el único inquilino del hotel. Y me quedo adormilado preguntándome, ¿quién pasará por aquí?, amén de un espúreo trotamundos huraño, ¿qué otros viajeros se detendrán en este pueblo solitario y apartado..?
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