Viaje a ninguna parte. Lo último de Francia

Por Zogoibi @pabloacalvino

Vaison-la-Romaine, donde he pasado la última noche, pone fin al tramo de tierras bajas que he tenido que atravesar: el lado más oriental del Rosellón. A partir de ahí, y siguiendo hacia el sol naciente, la carretera va ganando altitud poco a poco, el terreno se ondula de nuevo y el paisaje se torna otra vez interesante. Estamos en la región que los franceses denominan Altos Alpes.

¡Y qué cordillera tan joven, esta de los Alpes! Bien se ve en la pronunciada V que hacen los valles y en la no menos pronunciada A de las cumbres, formando entre ambas escarpadísimas laderas, como se aprecia en esta foto.

Escarpados valles y cumbres de los Alpes.

Pero no sólo en eso: también se nota en la acelerada erosión, que está en pleno proceso de limar los desniveles e igualar las diferencias de altitud, quitándole los elementos, inclementes, el suelo a la arboleda para arrojarlo a las cuencas de los tumultuosos arroyos. Poca vida les queda, por ejemplo, a estos árboles de la foto, que quizá en una o dos décadas -un pestañeo geológico- no tengan ya donde sostener sus raíces.

Muestra de la fuerte y viva erosión.

Los ojos del viajero no se cansan, en los Alpes, de mirar con curiosidad a su alrededor. Puede el cuerpo estar fatigado y la mente -o quizá el espíritu- perdida en tinieblas existenciales, pero la vista siempre está despierta, atenta, engullendo insaciable los paisajes.

Llega la tarde y refresca el ambiente. Abajo quedaron los calores del Rhône; aquí el aire se respira ya frío, y de alguna chimenea aún sale humo, pese a estar a las puertas mismas del verano. La frontera italiana queda muy cerca, pero quiero esta noche dormir aún en Francia y dejar las sorpresas -buenas o malas, no lo sé- para la mañana, con los sentidos bien despiertos.

Hay que buscar alojamiento, pero con mi afición por las carreteras de tercer orden no tengo claro que vaya a encontrar ningún hotel por este desvío perdido que he cogido hacia Briançon. ¡Espera!, sí: casi cuando ya he pasado el diminuto pueblo de Arvieux me doy cuenta de que he visto un letrero a la derecha, Chambres d’hôte. Pego un frenazo y doy la vuelta. “¿Tienen habitaciones?” Sí, son compartidas, pero están todas vacías. La mujer, muy simpática, me pregunta a qué hora quiero cenar. Da por sentado que cenaré allí. ¿Dónde, si no? Es el único lugar en treinta quilómetros a la redonda. Quedamos en que a las siete y, mientras tanto, me doy un largo paseo por la montaña. Desde lo alto del camino echo la vista atrás y veo el pueblo a mis pies, apenas un puñado de casas.

Arvieux, en los Altos Alpes franceses.

Cuando regreso me están esperando ya, ella y el marido. Me lo presenta; es un hombre grande, fuerte y feo, como deben ser los hombres. Él me sonríe tendiéndome su manaza para estrecharla. Va a ser quien cocine porque la mujer se marcha para casa. Atardece, y en unos minutos morirá el último rayo de sol sobre las mesas de la terraza, pero decido cenar fuera de todos modos, con la cazadora puesta. No es un buen cocinero este hombretón solícito y risueño, pero me prepara un postre exquisito, una especie de tarta de moras caliente en un cuenquito de barro.

Hablamos un poco mientras tanto. “¿Caen muchos clientes por aquí?”, le pregunto. Me dice que a esa hora ya no. Así que cuando acabo de cenar cierra el quiosco y se marcha. Me quedo solo por completo en la casona. Tarda aún largo rato en caer la noche, porque estamos en los días más largos del año, pero el silencio es ya absoluto en esa aldea perdida de los Alpes franceses.