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Pese al chaparrón que me cayó en Lago Como y a la llovizna intermitente de hoy, cada día estoy más contento por haber decidido traerme el casco jet para este viaje, ya que me proporciona una visibilidad sin límites y una sensación de libertad sin obstáculos. Ha sido un gran acierto.
Desde la tormenta de anoche el cielo no ha despejado, y la mañana amanece nublada, así que me pongo el pantalón impermeable por si las moscas. Como mi próximo destino es Viena, donde quiero visitar a una amiga y de paso cambiar el neumático trasero, escojo una ruta que, desde Breitenberg, va bordeando la frontera checa y cruzando bonitos pueblos de sierra. En uno de ellos adelanto a un curioso grupo motero estilo “nostalgia”: un puñado de jubilados, o prontos a serlo, que van haciendo una rutilla a horcajadas de sus peculiares ciclomotores, muchos de los cuales son pura y llamamente una bicicleta con un motorcito engrando a la cadena. Me detengo un poco más adelante para hacerles unas fotos y me agradecen el gesto con efusivos saludos. ¡Con cuánta frecuencia los moteros más humildes son los más apasionados! Algo que los conductores de moto grande tendemos quizá a olvidar.
Grupillo de ciclomoteros a la altura de Ulrichsberg, Austria.
En Freistadt hago una parada bastante larga, recorro sus calles adoquinadas, me tomo una cerveza en la apacible plaza central y, finalmente cautivado por el tranquilo y acogedor aspecto de su casco antiguo, decido buscar alojamiento para la noche aunque apenas haya recorrido poco más de un centenar de quilómetros hoy; pero resulta que la ocupación hotelera es bastante alta y no encuentro hospedería que me convenza, así que continúo por la ruta 38 hasta que llego a un pueblecillo llamado Langschlag, donde hay un hotel ajustado a mi gusto y presupuesto. Me llama la atención que en esta zona de Austria sea frecuente que los hoteles tengan sauna, así que aprovecho para regalarme una sesión de esta actividad, que se cuenta entre mis favoritas. Aprendí a disfrutar la sauna, junto con todos sus secretos, cuando estuve viviendo en Finlandia y, desde entonces, no desperdicio ocasión.
Según estoy cenando en la terraza acristalada -plagada de moscas hasta un punto casi insufrible- del restaurante, me fijo en un pequeño bar otro lado de la calle, con una bicicleta soldada sobre el tejado a modo de reclamo, y un letrero: Villa Kunterbunt, la versión alemana de Villa Villekulla, el hogar de Pippi Laungstrump en el original sueco. Un detalle sin importancia que me trae los recuerdos, no necesariamente plácidos, de aquella inquietante niña que siempre me inspiró una mezcla de atracción (pues vivía yo el despertar de la líbido) y repulsión, o quizá desconfianza, por tanto como la pecosa mocosa de pelirrojas coletas desencajaba con las pautas de conducta que me fueron enseñadas como aceptables, por no mencionar las deseables.
Por cierto, me ha sorprendido no poco el hecho de que, en el corazón de esta Europa normalizada, Austria sea un país tan permisivo con el tabaco: en todos los bares y restaurantes está permitido fumar y, a lo sumo, algunos de ellos tienen una zona para no fumadores. Nunca lo habría imaginado de nación tan avanzada; aunque… ¿lo es realmente? Mi primera impresión de Austria, diez días atrás, al cruzar desde Italia, fue la de que estaba por delante de Alemania; y tal vez así sea en su zona frontera con ambos países, la mitad occidental, en plenos Alpes. Pero en esta región junto a Chequia y Eslovaquia en cuanto se rasca un poco salta el esmalte y se advierte el país del este. Así me lo ha parecido, al menos, en Viena. No es imposible que estas diferencias entre el este y el oeste que yo percibo hoy sean aún la herencia de la ocupación soviética de Austria oriental tras la SGM o quizá -¿quién sabe?- de la mayor influencia que aquí tuvo el imperio Austro-Húngaro (frente al previo Romano-Germánico, centrado más al oeste). ¿Estaba, después de todo, en lo cierto Hitler cuando predicaba que Austria occidental debería ser parte de Alemania? Pero también es posible -o incluso probable- que no existan tales diferencias más que en mi percepción, o que -de ser ciertas- se deban a razones climáticas antes que sociales.
Después de pasar la noche en Langschlag, Viena ha sido mi siguiente etapa. La ciudad de los sueños y de la música, o de los cuatro poderes, como también se la llamó, escenario del inolvidable e irrepetible film El tercer hombre. Y aunque durante todo el camino hacia aquí no podía dejar de tararear la excelente canción de Falco, Rock me Amadeus, lo cierto es que Mozart no era austriaco (no podía haberlo sido, ya que Austria ni tan siquiera existía por aquella época), sino del Sacro Imperio Romano (del cual suele decirse que ni fue sagrado, ni era imperio, ni mucho menos romano); y su padre (el de Mozart, se entiende) era de Augsburgo, que he visitado unos días atrás. O sea, un alemanote.
En fin, no voy a meterme ahora a historiador. Zapatero, a tus zapatos. De hecho, y especialmente en Viena, ciudad monumental, artística e histórica donde las haya, me doy cuenta de lo mucho que dejo de entender y de las limitaciones que este desconocimiento impone a mi visita. Pero quien no lo ha hecho a su edad, de universitario, o acaso un poco más tarde, no puede (es un decir) a mis años ponerse a estudiar historia, disciplina que requiere toda una vida de dedicación. Así que paseo por las calles del casco antiguo un poco a ciegas, mirando pero sin ver, viendo pero sin comprender; y, perdida la componente cognitiva, sólo me queda la emotiva; pero aquí es donde Viena hace agua (por no decir que quien la hace soy yo): y es que sus edificios y monumentos, por mucho mérito y significado que tengan, no pueden sorprender demasiado -desde un punto de vista estético- a cualquier español que se haya dado una vuelta por su propio país. Es lo malo que tiene el mucho viajar: que se pierde la capacidad para sorprenderse con los lugares nuevos.
Y como no es cosa de poner aquí una galería de imágenes de Viena, voy a subir sólo lo que más llamativo me ha resultado, por la fuerza que transmite tanto su composición como las caras de sus personajes. Se trata de la fuente Die macht zur See (“El poder en el mar”), que al parecer se esculpió para simbolizar el poderío naval austriaco. Representa a una mujer joven (Austria) en una nave dominando a los poderes marinos.
El poder en el mar. Palacio de Hofburg. Viena.
Son de ver la extraordinaria expresión iracunda del dios Neptuno y el miedo reflejado en el rostro del anfibio al que parece estar sometiendo.
Mas no todo es gloria y esplendor en Viena, que también tiene su acento de ciudad este-europea: los viejos tranvías, a veces cochambrosos; el extrarradio de anchas avenidas flanqueadas por feos y uniformes edificios de cemento; las calles mal pavimentadas, llenas de baches y charcos, la mucha presencia policial y otros detalles más sutiles que a qiuen no haya vivido nunca en esta parte de Europa le costaría trabajo apreciar, como por ejemplo el estilo de conducir o el carácter arisco y peleón de cierta abundante clase social.
En una nota más desenfadada, y para alegrar la vista, he aquí una camioneta que pasea las calles de Viena sugiriendo un promisorio cargamento. Si alguno de mis amigos me dice que nunca ha soñado con algo así me costaría trabajo creerlo.
Seamos sinceros, muchachos: ¿quién no ha soñado nunca con algo por el estilo?
No es un mal colofón para este capítulo. En total, tres días en Viena. La goma trasera de la moto estaba ya muy gastada (14000 km) y he tenido que cambiarla aquí, pese al precio algo abusivo. Por cierto, nada más ponerla he notado la diferencia con la original: este Michelín Pilot se pega mucho mejor al asfalto que el Continental que traía de serie; ¡dónde va a parar! De hecho, lo que yo pensaba era un punto flaco de la F800GT (me culeaba con facilidad en las curvas) ha resultado ser sólo un problema del neumático. Siempre es una buena noticia.
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