Santo Domingo de Silos ha sido inolvidable y difícilmente superable. Poco imaginaba yo, cuando decidí pernoctar ahí, cuán recompensado me vería. El pueblo recogido y entrañable, el entorno natural e inmaculado, el ambiente de sosiego y silencio, el vecindario campechano y noblote, el clima idóneo… No ha habido una sola nota discordante en la melodía.
Vista de Santo Domingo de Silos al atardecer.
La misma tarde de mi llegada, ya anocheciendo, salí a reconocer los bares y procurarme algo de cenar. Tanteé dos o tres, hasta que di con el restaurante. La señora estaba cenando sentada a una de las mesas y, nada más verme entrar, me preguntó: “¿qué quieres, hijo?” Le dije que quería cenar y me ofreció el menú por diez euros. Sin sacarme una carta ni nada me iba preguntando, al estilo madraza, qué me apetecía de primero y de segundo, qué de postre y de bebida; como en las pensiones antiguas o en los restaurantes de Galicia. Bueno, pues la sopa castellana y los huevos fritos con morcilla de Burgos, entonces. Me senté y, mientras ella fue a disponer lo necesario en la cocina, me alargó una botella de vino que -me dijo- habían dejado a medias los comensales anteriores. Me fascina esa España sin complejos ni remilgos, sin florituras a la francesa, que aún queda en algunas partes. Y cené como si estuviera en mi casa de cómodo y arropado. Imagino que yo no era el único en sentirse a gusto allí, porque el lugar estaba animado mientras que los otros restaurantes se veían medio vacíos. Había unos gabachos en una mesa vecina, y otros que debían ser holandeses o alemanes, por el acento. Había también alguna gente del pueblo o de las pedanías, porque conocían a la señora y a los camareros. Se respiraba una atmósfera cálida y familiar.
Al salir había refrescado bastante y, desde la calle, el restaurante se veía aún más acogedor, si cabe: como esas imágenes navideñas donde, en contraste con un paisaje nevado, se simboliza el calor de los hogares con la luz amarillenta que escapa de sus ventanas. El resto del pueblo estaba casi desierto; los otros bares cerraban ya sus puertas. La campana de la iglesia daba un cuarto cuando pasé junto al muro. Eran ya completas. Esa noche, arrullado por el borboteo del agua en las piedras del arroyo, dormí como un bendito. Mi último pensamiento antes de caer vencido por la fatiga fue la decisión de prolongar mi estancia un día más.
Y no muy lejos de donde reposaba yo mi cabeza debió reposar la suya, hace ya casi mil años, don Rodrigo Díaz de Vivar. Se dice que el Cid Campeador, en su destierro, pasó la primera noche en Silos; y según los documentos históricos parece ser también que conoció personalmente a Domingo Manso (el futuro Santo Domingo) cuando éste era abad del antiguo monasterio de San Sebastián de Silos. Si ambas cosas son ciertas o no, ahí lo decidan los historiadores, pero desde luego la leyenda contribuye mucho al misticismo del lugar.
En cualquier caso, está fuera de duda que Rodrigo Díaz poseyó heredades en lo que ahora es término de Peñacoba, una pedanía de Silos; y en busca de esa ruta, la del destierro del Cid, fui al día siguiente en peregrinación a Peñacoba por un antiguo y evocador camino que atraviesa un laberíntico paisaje calizo donde, a tramos, sólo crecen añosas y resistentes sabinas.
Por cierto que, al final, no pasé dos noches en Silos, sino tres. Estuve tan a mis anchas allí que no me decidía a marcharme. Los alrededores de Santo Domingo son tan pastoriles como el pueblo en sí, y al caminar por ellos parece como si eso que llaman progreso no hubiera llegado a este rincón de Burgos: construcciones de piedra, tejas de barro cocido, cercados con postes de madera, sendas de herradura, ganado bovino suelto. En algunos lugares, casi nada recuerda al visitante el siglo en el que vive… si no es por los coches.
Valle de Mirandilla.
En otra de esas rutas, al coronar un collado tras una prolongada y fatigosa subida, existe a un lado del camino, frente a la espléndida vista panorámica del escondido y puro valle de Mirandilla, una estela que tiene esta hermosa e inspiradora leyenda:
No hay paisaje castellano ni tierra más brava que esta. Gallardía hay en la cuesta y misticismo en el llano.
Y, hablando de tierra brava, resulta que en este valle de Mirandilla se rodó, hace ya nada menos que cuarenta y seis años, la película “El bueno, el feo y el malo”, todo un clásico del spaguetti protagonizado por otro clásico que estos días acaba de cumplir ochenta y cinco; así que Clint Eastwood andaba por entonces rondando los cuarenta. Un chavalín.
Por estos prados se rodó “El bueno, el feo y el malo”.
Reemprendí mi viaje una preciosa mañana, alegre, soleada y fresca del mes de junio; no sin lástima de decirle adiós al restaurante donde cenaba como en casa y a las otras virtudes de Silos. Pero largo es el camino y muchas cosas habrá en él que disfrutaré igualmente.
De Santo Domingo fui a Salas de los Infantes, un pueblo por el que había pasado ya un cuarto de siglo atrás, cuando recorrí el camino de Santiago en bicicleta con otros cuatro compañeros en uno de los viajes más inolvidables de mi vida; una de esas hazañas que forman el carácter y dejan huella indeleble en el corazón y en la mente.
En Salas de los Infantes.
Esta vez, sin embargo, Salas me hizo poca impresión. Comparado con los pueblos de los que venía; comparado con Silos, sobre todo, apenas le vi atractivo. Hice un par de compras y continué por la ruta que atraviesa la Sierra de la Demanda, camino de Logroño. Esa carretera no tiene desperdicio: es uno de los recorridos más variados e impresionantes que puedan hacerse; no sólo por los paisajes, que en ocasiones quitan el aliento, sino sobre todo por su autenticidad (atributo vago -me consta- y difícil de expresar, pero fácil de aprehender cuando se pasa por allí). Y es que aquellas sierras, aquellos valles y aquellos pueblos tienen algo de genuino, de original, que parece haberse perdido ya en muchos lugares. Es una región con carácter, con una personalidad que, quizá, sólo puede apreciarse cuando se compara con otras zonas rurales.
Me resultaría casi imposible, e inaceptablemente premioso, tratar de reflejar aquí con palabras todas mis impresiones, así que me limitaré a hacer algunos comentarios sobre los pueblos y parajes que más llamaron mi atención.
Río Pedroso, a su paso por Barbadillo de Herreros.
Barbadillo de Herreros, noble villa encajada en paisaje de austera y ejemplar castellanía, fue cuna de Francisco Grandmontagne, uno de los grandes desconocidos de la Generación del 98, a quien Primo de Rivera ofreció la embajada española en Argentina. El pueblo lo conmemora con una bonita frase: el insigne escritor que supo dignamente llevar, hasta muy lueñes tierras, la cadencia y bellezas del habla castellana.
Palacete nobiliario a la entrada de Barbadillo de Herreros.
Ubicado en plena sierra de la Demanda, entre robledales, tierras de cultivo y de pastoreo, Barbadillo es uno de esos pueblos que yo llamo “de la España sin complejos“, como lo atestigua este viejo letrero publicitario que, no obstante sus años, aún no ha sido víctima de pintadas por parte de la intolerante progresía.
En el “centro” del pueblo, a ambos lados de la carretera, se miran frente a frente dos edificios a cuál más hermoso: uno, el “Ayuntamiento y Escuelas”, que además de ambas funciones aloja también el único bar de la localidad; otro, la vieja iglesia, de la que destaco este curioso altorrelieve sobre su puerta lateral:
A mitad de camino entre Barbadillo y Monterrubio de la Demanda tuve ocasión de admirar uno de los paisajes más puros y castellanos por los que he pasado en mi vida, un paisaje que reúne todos los elementos que definen aquella tierra: el matorral bajo, las verdes praderas, el ganado ovino, las arboledas, la sierra y, como nota que llamó mi atención, un parche de nieve en lo alto de la montaña que aún se resiste a los calores de princpios de junio. Es una vista que, pese a lo mudable de mi carácter, creo tardaría muchos años en llegar a aburrirme.
Entre Barbadillo de Herreros y Monterrubio de la Demanda.
La noticia de la abdicación del rey Juan Carlos I a la corona de España me cogió justo cuando me tomaba una cerveza en Canales de la Sierra, otro de los varios pueblos impecablemente tradicionales de esta ruta olvidada, gracias a Dios, por el turismo; no digamos ya por la fiebre constructora.
Canales, con su peculiar ermita de San Cristóbal.
El municipio de Canales está ya en Logroño, que sigue siendo provincia profundamente castellana por mucho que quieran insistir en diferenciarla administrativamente. El pueblo, con apenas cien vecinos en verano, se encuentra nada menos que a 1050 m sobre el nivel del mar.
Casa consistorial de Canales.
Un paseo por los alrededores de Canales sitúa al caminante en mitad de una vida tan rural como pueda encontrarse en España.
Escena campestre en el municipio de Canales.
Y la obligada visita a la iglesia de San Marcos, una magnífica muestra del románico, lo invitará a meditar unos instantes bajo el umbrío y bello pórtico.
Pórtico de la ermita de San Marcos, con columnas de mucho mérito.
Pero si hubo un pueblo en esta etapa que me dejó sin respiración, ese fue Anguiano; más concretamente Las Cuevas, uno de sus barrios. Surge de repente, sin esperarlo, tras una curva de la carretera, y se ubica justo bajo un impresionante corte en la roca de la montaña que sirve, por derecho propio, como puerta a la sierra de la Demanda. Puerta en ambos sentidos: en el más literal porque es una angostura que asemeja el vano de una puerta o, más bien, la entrada a una muralla; y en el más figurado porque, a uno y otro lado del muro de roca, el paisaje cambia drásticamente: allí acaba de sopetón la sierra y da comienzo el valle del Ebro, la vegetación varía, los bosques terminan y el clima se torna notablemente más cálido.
Cortado en la roca. Uno de los flancos de la entrada natural a la Demanda.
Y justo al pie de ese cortado, escondido y protegido en una garganta del Najerilla, cruzando el espectacular puente Madre de Dios, se encuentra el barrio de Las Cuevas. Pues bien, ahí la Iglesia Católica tuvo las narices de construir una iglesia, al pie mismo de la roca, que da vértigo sólo de mirar hacia arriba a lo alto de la torre.
Iglesia San Pedro de Cuevas.
Torre de la Iglesia de San Pedro de Cuevas, vista desde la base.
El puente que da paso al barrio de Las Cuevas es una obra de arte, no tanto por su arquitectura, de un solo arco, como por su ubicación, ya que se apoya sobre la roca natural en ambos lados de la garganta y nada menos que a treinta metros de altura sobre las aguas del Najerilla, que pasa por ese estrecho rugiente y salvaje. No fui capaz de hacer una foto que captase adecuadamente la impresión.
Y en la otra orilla de Las Cuevas, pasando la dicha puerta natural, está Anguiano, el último de los pueblos bonitos de la ruta desde Santo Domingo de Silos (que nos parece ya tan lejano).
Anguiano visto desde Las Cuevas.
Así que, recorridos estos dramáticos parajes, estos pueblos vistosos cargados de personalidad, ¿quién se deja impresionar por Baños del río Tobia, por Nájera o por Cenicero? Ni siquiera Logroño, esa encantadora capital del vino y del tapeo, pudo hacer mella en mis sentidos aquella tarde, como no fuese en el estómago; porque, eso sí, en Logroño no se perdonan unos riojas y unos pinchos, que los hacen tan sabrosos como los afamados de Vasconia, si no mejores. Si bien es cierto -y que me perdonen los logroñeses-, que su bonita ciudad está, económicamente, medio conquistada por los vascos, quienes poco menos que la consideran suya. Como no despabilen, en una de estas movidas políticas se la quitan.