Le pidió al tipo que atendía la barra que le echara un vistazo a sus cosas mientras iba un segundo al baño. Se levantó y se dirigió donde le indicaba, con tan mala suerte, que los alborotadores le impedían el paso y se negaban a moverse.
Les sonrió, se bajó la cremallera y allí mismo, sobre sus pies, se liberó. Sin tiempo a dejarles reaccionar y llenos de orín, los dejó allí, mientras corría hacia la mesa a recoger sus cosas y lanzarle un billete de 50E al dueño por las molestias.
Continuó su camino sin mirar atrás y lo más rápido que sus piernas le permitían, conocedor de que sus perseguidores no habían cejado en su empeño; de repente algo golpeó su cabeza haciéndole perder el equilibrio y aquella carrera.
Entre todos le golpearon, patearon y escupieron. Cuando recobró el conocimiento no le quedaba dinero, ni ningún sitio de su cuerpo que no estuviera dolorido. Decidió medio arrastrarse y regresar al camino de piedra que... nunca debió abandonar.