De dos formas (distintas, pero complementarias) puede y debe hablarse cuando nos asomamos a las páginas de un libro como Viaje a Tierra Santa, de Jacinto Verdaguer: de un lado, el aspecto formal, literario, estético de la pieza; del otro, su contenido ideológico-religioso. Omitir cualquiera de esas perspectivas para centrarse exclusivamente en la otra supondría ser parcial, al igual que resultaría absurdo describir una moneda o una hoja limitándonos a su haz o su envés.Por lo que respecta a la forma, es innegable la elegancia de Verdaguer (que llevó a Josep Pla a afirmar que se trataba de la mejor prosa catalana del siglo XIX), que nos dibuja el paisaje y nos invita a caminar por él: sentimos el calor, nos alivia el frescor cuando la hierba menudea, respiramos el polvo que la mirada de Mosén Verdaguer registra para nosotros, notamos el batir inmisericorde del viento, aspiramos el olor de las flores y nos deleitamos con la belleza de los árboles que nos va describiendo. Los nombres de las poblaciones, las referencias bíblicas y la curiosa anotación de detalles costumbristas colaboran para construirla ambientación y para insertarnos en ella de eficaz modo. En ese terreno, el libro es bello y admirable.Por lo que respecta al contenido, el asunto es menos esplendoroso. Al principio, es verdad, el narrador de Folgarolas se muestra tierno y dulce. Recuerda con gran cariño a su madre a la hora de emprender la ruta, agradece a Dios que le permita conocer los territorios donde se desarrolló la vida de Jesús y se muestra satisfecho con el resultado de la experiencia (“Ya no deseo ni espero hacer otro viaje más que el de la eternidad, cuando me toque la hora”, p.14). Pero muy pronto empieza a manifestarse de un modo menos respetuoso y apolíneo: describe con desdén la indumentaria de las mujeres de la zona (“El manto negro que llevan en la ciudad les da más aire de fantasmas que de mujeres”, p.24); observa con altanero desprecio a los varones (“Gentes fanatizadas, sordas y ciegas, manada humana que el profeta Mahoma unció a su carro en su triunfal correría”, p.47); calibra con maniqueísmo la diferencia entre los símbolos religiosos católicos y musulmanes (“La cruz, amado signo de nuestra redención, parece hallarse a la sombra de la fatídica y aburrida media luna”, p.87); y hasta se muestra irrespetuoso con las tradiciones locales (se hace enseñar un manuscrito en la puerta de un templo, a cambio de dos pesetas y media, porque se niega a descalzarse para entrar, p.92). A punto se queda de solicitar una nueva cruzada, que expulse a los infieles del sagrado suelo que, obviamente, pertenece en exclusiva al catolicismo. ¿Y qué decir de párrafos tan mansurronamente soberbios como el que desliza en la página 102, donde le ruega en sus oraciones a un evangelista “que enderece e ilumine los caminos de la poesía moderna, tan llenos de fango, polvo, tinieblas, duda y desesperación. Para mí, humilde cigarra de los bosques de Cataluña, insignificante grillo que aprendió a cantar en los terruños de la Plana de Vic, pedí la bendición para mis pobres canciones”? ¿Y de exhibiciones tan amenazantes y tan cafres como la que infama las páginas 138 y 139, tras observar unos milenarios monumentos antiguos: “Jesús, aquel niño que entró en Matariye en brazos de su madre, es más grande que todos, más que los Menes, Sesotris y Ramsés, y más perdurable que las treinta y tantas dinastías de los reyes de Egipto. Con un mero movimiento de su dedo, Él los borrará a todos, con sus templos, palacios y ciudades inmensas. Con un soplo hará caer sus ídolos y únicamente les dejará como tumba la pirámide de Kheops”?Un libro curioso, sin duda, bello e irritante a partes iguales.
De dos formas (distintas, pero complementarias) puede y debe hablarse cuando nos asomamos a las páginas de un libro como Viaje a Tierra Santa, de Jacinto Verdaguer: de un lado, el aspecto formal, literario, estético de la pieza; del otro, su contenido ideológico-religioso. Omitir cualquiera de esas perspectivas para centrarse exclusivamente en la otra supondría ser parcial, al igual que resultaría absurdo describir una moneda o una hoja limitándonos a su haz o su envés.Por lo que respecta a la forma, es innegable la elegancia de Verdaguer (que llevó a Josep Pla a afirmar que se trataba de la mejor prosa catalana del siglo XIX), que nos dibuja el paisaje y nos invita a caminar por él: sentimos el calor, nos alivia el frescor cuando la hierba menudea, respiramos el polvo que la mirada de Mosén Verdaguer registra para nosotros, notamos el batir inmisericorde del viento, aspiramos el olor de las flores y nos deleitamos con la belleza de los árboles que nos va describiendo. Los nombres de las poblaciones, las referencias bíblicas y la curiosa anotación de detalles costumbristas colaboran para construirla ambientación y para insertarnos en ella de eficaz modo. En ese terreno, el libro es bello y admirable.Por lo que respecta al contenido, el asunto es menos esplendoroso. Al principio, es verdad, el narrador de Folgarolas se muestra tierno y dulce. Recuerda con gran cariño a su madre a la hora de emprender la ruta, agradece a Dios que le permita conocer los territorios donde se desarrolló la vida de Jesús y se muestra satisfecho con el resultado de la experiencia (“Ya no deseo ni espero hacer otro viaje más que el de la eternidad, cuando me toque la hora”, p.14). Pero muy pronto empieza a manifestarse de un modo menos respetuoso y apolíneo: describe con desdén la indumentaria de las mujeres de la zona (“El manto negro que llevan en la ciudad les da más aire de fantasmas que de mujeres”, p.24); observa con altanero desprecio a los varones (“Gentes fanatizadas, sordas y ciegas, manada humana que el profeta Mahoma unció a su carro en su triunfal correría”, p.47); calibra con maniqueísmo la diferencia entre los símbolos religiosos católicos y musulmanes (“La cruz, amado signo de nuestra redención, parece hallarse a la sombra de la fatídica y aburrida media luna”, p.87); y hasta se muestra irrespetuoso con las tradiciones locales (se hace enseñar un manuscrito en la puerta de un templo, a cambio de dos pesetas y media, porque se niega a descalzarse para entrar, p.92). A punto se queda de solicitar una nueva cruzada, que expulse a los infieles del sagrado suelo que, obviamente, pertenece en exclusiva al catolicismo. ¿Y qué decir de párrafos tan mansurronamente soberbios como el que desliza en la página 102, donde le ruega en sus oraciones a un evangelista “que enderece e ilumine los caminos de la poesía moderna, tan llenos de fango, polvo, tinieblas, duda y desesperación. Para mí, humilde cigarra de los bosques de Cataluña, insignificante grillo que aprendió a cantar en los terruños de la Plana de Vic, pedí la bendición para mis pobres canciones”? ¿Y de exhibiciones tan amenazantes y tan cafres como la que infama las páginas 138 y 139, tras observar unos milenarios monumentos antiguos: “Jesús, aquel niño que entró en Matariye en brazos de su madre, es más grande que todos, más que los Menes, Sesotris y Ramsés, y más perdurable que las treinta y tantas dinastías de los reyes de Egipto. Con un mero movimiento de su dedo, Él los borrará a todos, con sus templos, palacios y ciudades inmensas. Con un soplo hará caer sus ídolos y únicamente les dejará como tumba la pirámide de Kheops”?Un libro curioso, sin duda, bello e irritante a partes iguales.