Viaje de ida y vuelta o sólo de ida

Publicado el 24 septiembre 2013 por Nicolau Ballester Ferrer @ColauBallester

A nadie se le hace extraño que el trayecto de vuelta, después de un viaje a un lugar desconocido, sea cual fuere el medio de locomoción, parezca significativamente más corto que el de ida.
Con la vida humana sucede algo parecido: la primera mitad, la ida –hasta los 35-40 años–, parece mucho más larga que la segunda mitad, la vuelta –de los 40 hasta el final–. Ya no hablemos si el final se produce prematuramente (esto es una quimera puesto que no tendremos sensación alguna de tiempo después de la muerte. Sólo los que quedarán seguirán teniendo sensaciones, pero no serán las nuestras. Las nuestras se habrán diluido junto con nuestro nombre, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestras ilusiones. Para nosotros será nada). Pero vamos a suponer que ambas mitades tienen la misma duración, en tiempo real, llamémosle años, y que las vivimos.
La segunda parte de la vida, como digo, nos parecerá muchísimo más corta, aunque los años transcurridos sean los mismos, y siquiera que de la primera parte desechemos los primeros años de vida de los cuales guardamos escasos recuerdos. Veremos el porqué.
El tiempo es una impresión subjetiva. Cuando el cerebro está expectante de su transcurrir, éste se estira como una goma elástica y parece fluir con absoluta parsimonia. Cuando el cerebro se ocupa, se distrae, el tiempo cae inexorablemente casi sin conciencia de que ha pasado. Estoy hablando del tiempo concreto, el que mide los acontecimientos, no el tiempo abstracto que pasa inexorablemente al mismo ritmo independientemente de nuestras sensaciones, y que viene establecido por los relojes de ruedas olos digitales. El tiempo subjetivo pasa mucho más lento en una esquina esperando a alguien, que inmersos en la lectura de una intrigante novela que hace volar el tiempo.
En las idas, aunque sepamos los kilómetros que nos separan del lugar de destino, aunque sepamos las horas de vuelo, de navegación o ferrocarrilno conocemos la carretera, ni los paisajes; no sabemos cuándo llegará el siguiente pueblo ni de que nuevas montañas apreciaremos sus cumbres: estaremos pendientes del tiempo para ver que éste se ajusta a nuestras previsiones. Pero, sobre todo, recordaremos por su proximidad los momentos vividos desde que partimos, por insignificantes que éstos fueran; estarán cerca, vivos, serán pasado muy próximo. Nuestro cerebro no se cansa de almacenar nueva información, no solamente de las imágenes, sino también del tiempo, del instante en que se han producido las experiencias. La sensación global es que todo se está desarrollando en el presente, como si éste fuera una goma que se estira a la conveniencia del pensamiento. Es la goma de la que hablaba antes.
El tiempo que almacena nuestro subconsciente está lleno de sensaciones visuales, perceptivas, sentimentales, espirituales o de cualquier otra índole. Lo valioso de un recuerdo no es el objeto o la acción retenida, sino la sensación percibida a causa de ese objeto, de esa vivencia producida en un lugar y en un momento determinado, en un espacio temporal concreto; como es imposible volver a hacer coincidir lugar y momento, el recuerdo pasa a ser una ilusión irrepetible. 
En el viaje de ida, todas las percepciones son nuevas, y el cerebro las guarda frescas temporalmente en la memoria consciente, aunque el subconsciente vaya captando y guardando muchísimos más datos de los que nuestro consciente es capaz de asimilar. Cuando recordamos estas percepciones, cuando traemos el pasado al presente, vemos que existen muy pocos espacios vacíos en ese pasado: nos parece compacto; recordamos gran parte de su esencia en nuestro seguimiento lógico conceptual. Por ese motivo el cerebro, abrumado de datos, tiene la sensación de que no existe el tiempo, sino sólo acontecimientos y los acontecimientos, al estar supeditados al recuerdo, son mucho más sólidos que el mero tiempo, que resulta una entidad mucho más abstracta. Pero los recuerdos empiezan a perder solidez a partir del momento en que le marcamos al cerebro un nuevo objetivo.
Para el niño, en sus primeros años, todas las experiencias son nuevas, y cualquier recuerdo no es trasladado más allá de unos “instantes” de su presente, lo que le induce a sentir que la vida pasa lentamente, por cuanto no depende del transcurso del tiempo sino de su recuerdo sobre las experiencias vividas y su capacidad de vivir en el presente, sin que exista en su mente asomo alguno de preocupación futura. Cuando se vive en el presente y se tiene consciencia de él, es cuando se alcanza la máxima captación del paso del tiempo, lo que lo ralentiza respecto de nuestra percepción.
A la vuelta del viaje el cerebro se marca otro objetivo; la ida pasa a ser sólo memoria. Mientras el objetivo se mantiene, la ampolla del reloj sigue dejando caer su arena, cuando el objetivo se consigue, el reloj de arena queda en posición horizontal. Estamos gozando del presente, al que estiramos a nuestra conveniencia, puesto que este es el objeto del viaje: la llegada. El tiempo deja de fluir; en estos momentos de presente continuo se enturbia nuestra visión de las cosas lejanas hasta que iniciamos el camino de retorno y le damos la vuelta a la ampolleta.
En su aspecto más prosaico y austero, el cerebro, ha eliminado del consciente toda la información que ha creído superflua, reiterativa e innecesaria: ha optimizado sus recursos, ha guardado sólo sentimientos y sensaciones asociadas a alguna imagen o experiencia, pero ha dejado inmensas lagunas; la información se ha fragmentado.
Si regresamos de un viaje, pongamos, a la Costa Azul, recordamos vívidamente la visita a Grasse, y enseguida la mente nos salta a la visión de las hermosas casas de Cannes, para luego, de repente, situarnos en Aix-en-Provence y, en la misma milésima de segundo, sentarnos en la Place du Forum de Arles contemplando en tiempo real el famoso cuadro de Van Gogh. Bonito viaje, pensamos, y le añadimos las exquisitas comidas, los excelentes vinos y las visitas a algunas residencias de pintores impresionistas y otros lugares de interés. Pero el viaje duró dos semanas, y su recuerdo, sin regodearse en detalles o en largas y fantasiosas ensoñaciones sobre situaciones con incipientes muestras de idealización, no habrá durado más de treinta segundos, quizás un minuto. ¿Dónde está el resto del viaje? El cerebro lo ha reseteado o, más bien, lo ha archivado en las cámaras estancas del subconsciente, a donde ya nunca podremos acceder a no ser por el capricho del propio subconsciente que nos puede presentar cualquier dato oculto –olvidado– de este viaje en el momento en que tenga a bien su caprichoso proceder.
¿Por qué el regreso del viaje parece más rápido? Porque el tiempo fluye a nuestra espalda. El subconsciente sabe cuánto nos falta para llegar al siguiente lugar de referencia. Tiene asimilada la ruta, los tiempos de conducción, las paradas necesarias, etc., gran cantidad de información de la que no disponía en el viaje de ida. La filtración hacia las cavidades del subconsciente junto con la depuración obligatoria que realiza la consciencia, convierte el camino de ida en línea similar a una frase escrita en lenguaje morse, una especie de código de barras horizontal con espacios llenos y, otros muchos, vacíos.
Según avanza la edad las cribas que realiza el cerebro dejan nuestra memoria exclusivamente con lo más importante, con los hitos fundamentales de la vida, con grandes vacíos entre hito e hito.
El conocimiento interiorizado y depurado del viaje de ida, hacen que el viaje de vuelta parezca una exhalación. ¿Dónde está el viaje completo? ¿Por qué el pasado se encoge con tanta facilidad? Simplemente porque el pasado no es nada, no es más que un recuerdo, y el recuerdo depende de la visualización que la mente haga de él.
Al decir que el pasado no es nada, me estoy refiriendo a que se trata de una entidad abstracta e insustancial, pero real en nuestra mente. Tengamos en cuenta que nuestra vida es el conjunto de recuerdos –pasado– más el conjunto de expectativas –futuro–, unidos ambos por un eslabón imaginario y atemporal que es el presente. Pero ninguno de los tres estados es algo en sí, sino que existen en función de que nuestra mente quiera que existan.
El viaje de vuelta es más corto porque se han esponjado los recuerdos de la ida y albergando ahora en el subconsciente las percepciones útiles para la vuelta, por lo que la percepción de pasado, en el presente del regreso, nos parece, sino más etérea, sí más insustancial e intermitente.
En la vida humana sucede algo similar. Vivimos una primera parte de la vida en la que aprehendemos, conocemos, experimentamos, se forma nuestro carácter y temperamento, pero también se nutre nuestro subconsciente, y en la que los recuerdos son nítidos y numerosos; da la sensación de haber hecho muchas cosas en escaso tiempo. Cuando llegamos a la última porción de la vida, si la fortuna nos ha sido favorable, es cuando al mirar el pasado, al hurgar en este cajón de nadas y sacar escasos recuerdos en comparación con los vividos, al haberse creado mares entre las costas de dos recuerdos cronológicamente consecutivos, al ser capaces de repasar nuestra vida en escasos minutos es cuando nos damos cuenta que el tiempo ha transcurrido alocada e implacablemente. Dicho de otra manera, nuestro presente ha navegado por el filo que forman el pasado y el futuro y nos damos cuenta que el filo del pasado es muchísimo más largo, en cuanto a tiempo, que el filo del futuro, pero que la vida que contiene este largo periodo de pasado es nada en absoluto o, simplemente un recuerdo: la vida, la única que nos queda, sigue estando sobre el filo, entre el largo pasado y el corto futuro, es la atemporalidad del presente, pero es lo único real a que aferrarnos. Al no hacerlo, y dando por bueno que nuestra mente ya no discierne de un amanecer a otro, tal como sí hacía en nuestra juventud, donde no medran experiencias propias de la edad y del espíritu mágicos de antaño, nos anclamos en los vacíos del pasado y la incertidumbre del futuro que, cada día, va convirtiéndose en una quimera.
La capacidad para observar lo corta que ha sido nuestra vida, nos rinde a la evidencia de lo corto que será lo poco que nos queda. Pero el empeño en hurgar entre recuerdos para descubrir buenos momentos a los que aferrarse –piénsese que ya se habrá encargado nuestro cerebro de depurar al máximo los malos–, de buscar imágenes del pasado que hoy no se parecerían en nada a lo recordado, no por el cambio estético, que también, sino porquelo que recordamos son sentimientos con imagen adjunta; lo que recordamos es la vida que hemos convertido en tiempo, y éste, puede convertirse en vida, pero jamás será la recordada. Si viajamos en otra ocasión a Arles, la imagen será la misma, pero al no serlo el momento estará vacía de sentimientos, quizá no de recuerdos: a esto se le llama nostalgia. Todo esto hace que la percepción del paso del tiempo sea tan veloz que resulta difícilmente asimilable. Pasa como las flechas que nos lanza el destino cuya velocidad nos impide atrapar alguna. A no ser que decidamos pasar de objetivos a arqueros, administradores de nuestro destino en lo que éste se permite de gestión del futuro.
¿Qué debemos hacer? Sin duda, la única forma de afrontar la última etapa de la vida es subirse al lomo del presente y navegar a su velocidad y en la dirección que el viento nos lleve. Aunque manejemos nosotros el timón, el viento a veces sopla y a veces no, a veces nos es favorable y otras nos viene de cara pero, en cualquier caso, la sabiduría alcanzada en el largo trance, nos servirá de rada para fondear al abrigo de nuestra experiencia. El plan B es desesperarse por aquellos momentos que no volverán jamás, y dejar pasar los sorprendentes que quedan por vivir. Vivámoslos como si nos quedara una hora escasa de vida: nos parecerán mucho más largos.
Según decía Schoppenhauer, no sé de donde lo extrajo ni si está científicamente probado, que la sensación de rapidez del paso de un año es inversamente proporcional al número de años que tenemos, es decir, un niño de 5 años tendrá un coeficiente de sensación de 1/5=0,20, y en una persona de 50 años su coeficiente será de 1/50=0,02, lo que implica que para una persona de 50 años el tiempo subjetivo pasa 10 veces más rápido que para un niño de 5 años. Buscaré su rigurosidad, pero a primera vista, no me parece descabellado.
Colau