Cada vez que la abuela vuelve a Villaverde Víctor se queda diciéndole adiós desde fuera de la estación a través de las rejas, llorando porque quiere montar en el tren con ella. Así que la abuela le prometió que le llevaría a su casa en tren ese fin de semana pero solo si se portaba bien (cosa difícil aunque no imposible) y tía Bea decidió que ese mismo sábado le podrían llevar a ver trenes, trenes diferentes donde pudiera subir tantas veces como quisiera e incluso conducirlos. Tía Laura no se lo quiso perder y allá que se fue con la cámara.
Como todos los sábados la entrada al Museo del Ferrocarril costaba solo un euro y varias familias estaban con sus peques correteando para arriba y para abajo queriendo tocarlo todo.
Víctor estaba como loco mirando todas las máquinas y le daba igual la historia que tuvieran, quien las construyó, de que año eran o que ruta hacían, lo único que quería era subir en ellas ¡YA!
Primero un vagón de pasajeros de un Talgo. Se sentaba en los sillones, miraba por la ventana y decía adiós a la abuela que le esperaba abajo.
Lógicamente no hizo ningún caso al antiguo vagón de madera que tenía un comedor, ni a su coche cama, ni a la cocina (si, si, muy bonito pero si no puedo montar paso).
La gran Mikado 141 negra seccionada tampoco le impresionó demasiado. Pero fue entrar en otra máquina de vapor y sentirse como en un parque de atracciones.
Manivelas, válvulas de presión, la ventanita por donde se echaba el carbón...
-¡Más presión para el vapor!- gritaba el niño de unos ocho años de al lado.
- Voy a soltar el freno!! - gritaba otro.
Mientras, Víctor intentaba hacerse un hueco entre ellos para coger la rueda que parecía un volante.
-Mas carbón!!- repetía él después de oír al resto de los niños.
Yo, allí sentada entre todos, me divertía casi más que ellos solo viéndoles las caras de entusiasmo.
Al día siguiente, de vuelta a su casa tía Bea le preguntó...
-¿Te lo pasaste bien ayer?
-¡Si!
-Pues otro día te llevamos a otro sitio ¿vale?
-No. A los trenes.