2004 fue un año sumamente interesante para mí. Con la última materia de la carrera de periodismo aprobada y algunos ahorros que había logrado en la Argentina de la poscrisis, decidí que había llegado la hora de cruzar las fronteras del país y empezar a conocer algunas de las miles de opciones que “América” ofrecía a los viajeros del mundo con sus brazos abiertos.
Así es como luego de mucho pensar me convencí de que la mejor opción era ir unos días al norte argentino (a los principales destinos de Salta y Jujuy) y luego desde allí, hacer el paso hacia Bolivia, para conocer algunos de los sitios que conforman esa innumerable lista de maravillas que tiene el país. Bolivia era un lugar de esos que desde hacía tiempo tenía en mente para conocer.
Las anécdotas de viajeros, algún material leído y las inolvidables clases de Historia del arte que tuve la suerte de tener en la escuela de periodismo habían influído en mí provocándome grandes dudas y ansias de planear una estadía allí.
Para empezar – y ante la falta de guías de turismo del país- me contacté con Oscar Grossi, quien un par de años antes había sido mi profesor de Historia del Arte y quien me enseñó el valioso patrimonio histórico, cultural y religioso de aquellas latitudes. Recuerdo que el mail no fue para nada largo y me limité a ponerle las ciudades en las que iba a estar. La idea era arrancar en Villazón y luego subir hasta , Potosí, Oruro, Sucre, Tarabuco, La Paz y Tiwanako (y finalmente así lo hice).
Acto seguido a la enumeración le pregunté qué me aconsejaba hacer en esos lugares, pensando que me iba a enviar un listado con rincones imprescindibles para visitar tales como museos, reservas , pueblos, etc, pero grandísimo fue mi asombro cuando a vuelta de correo la respuesta fue: “el mejor consejo que te puedo dar en esas ciudades es que te pierdas. Perdete y sólo vas a descubrir las maravillas que no figuran en guía”.
Debo reconocer que la primera impresión que tuve no fue de una gran alegría por que esperaba encontrarme con el “Top ten” de sitios numerados, pero en pocos minutos me dí cuenta de que dado su conocimiento de los lugares (es un arquitecto muy reconocido que ha encabezado numerosas expediciones a diferentes zonas arqueológicas aquí y en otros países) no podía más que hacer mía la frase del mail e intentar que ella marcara el ritmo y el rumbo de mi viaje.
El Potosí (o el escenario donde comenzaron a abrirse las venas de América Latina)
Antes de llegar a la ciudad conseguí una edición antigua de Las venas abiertas de América Latina, esa biblia que todo viajero que quiera conocer el continente tiene que leer indefectiblemente si no quiere que su paso por esas tierras caiga en saco roto. Mientras estaba en San Salvador de Jujuy (y aprovechando una semana de lluvia copiosa de esas que caracterizan a la región) conseguí adelantar varios capítulos, razón por la cual cuando llegué a Potosí pude captar a la perfección la esencia misma de la ciudad, sus costumbres y su gente.
Les confieso que aún hoy a la distancia no me es nada fácil encontrar un solo tópico para definir a la ciudad, puesto que los hay a montones y ninguno es menos importante que el otro. No es un lugar que se pueda narrar mencionando dos o tres íconos que le den identidad (así como sucede con otras ciudades) por que su identidad misma está marcada por un marasmo de situaciones históricas, geográficas, sociales, culturales y religiosas como no es común ver en otros puntos del globo.
Descubramos en imágenes algunos de ellos:
El parecido con las ciudades y pueblos de España me asombró muchísimo apenas comencé a dar los primeros pasos. En cada calle, cada esquina o cualquier rincón donde mirara no podía evitar la sensación de estar caminando por Sevilla, Toledo o Segovia. Los techos de tejas anaranjadas, los adoquinados lustrosos por las carretas de antaño, las cúpulas de estilo barroco y los altares recubiertos de oro que llegaron en barco cuando los españoles se instalaron en la zona y que pueblan cada una de las iglesias remiten a los espacios y las creencias que vinieron del viejo mundo y se impusieron aniquilando las que conformaban la civilización local.
"El barroco americano está vivo y se respira con mayor fuerza en las iglesias del Potosí y en varios otros lugares de la geografía mexicana" decía un viejo libro de arquitectura que alguna vez -antes de hacerme viajero- leí. Según cuentan los datos estadísticos en Potosí existen la misma cantidad de iglesias como días tiene un año. Así es como dicen que si el viajero quisiera conocer una iglesia por día, podría tomarle una estadía de un año en la ciudad y aseguran que, recién allí, podría jactarse de haber conocido en profundidad la esencia del que fue el centro platero mas grande del mundo.
Esta foto -plano detalle de las mayólicas y esculturas barrocas - es la prueba mas certera de que realmente se necesita un día completo para descubrir, observar, analizar y contextualizar cada una de esas iglesias y otros espacios donde la arquitectura cumple un rol fundamental en la esencia misma de los edificios. La excesiva información con la que cuentan cada uno de los templos ocultan tras de sí fuertes significancias de cómo fué la vida durante los años posteriores a la conquista y cómo los nativos utilizaron el arte como una forma de resistencia ante el invasor.
Cuentan que las casas que duermen enclavadas en las asimétricas y empinadas calles de adoquín están tan perfectamente construídas que si se quisiera pasar una cuchilla entre los ladrillos de barro que la conforman, la cuchilla se rompería sin lograr el objetivo. Al principio, muchas de ellas fueron coloreadas con el terracota o amarillo azafrán típico del arte colonial, pero luego, a medida que los españoles comenzaron a migrar hacia otras urbes (como Lima o Buenos Aires) los indígenas las ocuparon y las pintaron con los colores que se utilizaban en épocas de apogeo del imperio incaico. El azul simil lapislázuli egipcio es uno de los que mas sobresale y mas vida le otorga a muchas de esas viviendas, las cuales hoy se encuentran a mitad de camino entre dos o mas estilos.
Pero si hay algo que me sorprendió de la ciudad - incluso por sobre las maravillas arquitectónicas e históricas que embelezan los ojos del viajero- fue la hospitalidad y la sencillez de su gente. A mi regreso del viaje muchos me pedían que por favor les calificara a los pobladores con otros adjetivos calificativos por que en apariencias, la sencillez no les parecía una virtud digna de ser destacada como elemento de importancia a la hora de catalogar a una ciudad como inolvidable.
Y lo cierto es que no encontré otros calificativos, pues me parece que la palabra sencillez abarca muchos significados que quizás sean de difícil comprensión para quienes viven en un lugar mas "moderno", "tecnologizado", "ampliamente urbano", "cosmopolita" y otros tantos adjetivos muy seductores todos pero que son a la vez sinónimos de alienación y calidad de vida cuestionable.
Este señor que atravesaba la plaza principal de Potosí (y que luego me dijeron que por la vestimenta se llamaba "paisano") fue mi primer encuentro con alguien de una cultura diferente, con un pasado milenario sobre sus espaldas y testigo viviente de una invasión que disfrazada de culturizante y evangélica se cargó a buena parte de sus ancestros. Recuerdo que al verlo me provocó una gran emoción y su silueta caminando en cámara lenta bajo el ardiente sol del mediodía pasó a formar parte de esa colección imborrable de diapositivas que se guardarán eternamente en la retina.
El segundo dia, ya más adaptado a la ciudad (y con menos dolor de cabeza y aspirando de forma mas profusa de lo que me permitía el mal de altura) me levanté temprano y salí a la calle. Un hombre zigzagueaba por una calle adoquinada con una carretilla desvencijada y repleta de cabezas de vaca recién sacrificadas, aún con los ojos en las órbitas y con los músculos de la cara expuestos como si fuera el dibujo de un manual de anatomía.
-¡Especial para sopa! gritaba el hombre a la vez que las cabezas sanguinolientas se resbalaban entre sí dando un espectáculo digno de una escena cinematográfica. Al llegar a la parte mas baja de la ciudad oí un tamborileo y el sonido de instrumentos de viento que musicalizaban una larga fila de cholas potosinas que, de manera ordenada, copaban el medio de la calle.
- ¿Qué es esa fila? le pregunté al señor de la carretilla de cabezas de vaca que se había parado frente a la procesión de mujeres que en silencio formaban fila sin romperla.
- ¿Usted es argentino? me preguntó y ante mi respuesta afirmativa me dijo "Es que hoy hacen el primer piquete las cholas...le piden al alcalde que les otorgue una colaboración para sus niños que cada vez les cuesta más enviarlos a la escuela".
La palabra piquete me era conocida. Desde hacía dos años en Buenos Aires no se hablaba de otra cosa y los habíamos institucionalizado como la única forma posible de protesta cuando se veía violado el ejercicio de un derecho. Piquetes en las rutas, en las puertas de los bancos, en los accesos a autopistas, en las subidas a los puentes. Infinitos piquetes en los lugares mas recónditos y menos pensados del país formaban parte de la cotidianeidad.
- Los bolivianos nos estamos empezando a levantar. Llevan años pisándonos la cabeza...primero fueron los españoles, después los gobernantes, ahora los gobernantes y "los gringuitos". Y ya estamos cansados - me dijo el señor de las vacas.
El señor tomó la carretilla y se perdió en el sinuoso empedrado y los faldones de colores de las mujeres que avanzaban a paso de procesión. Me senté en el cordón de la vereda y no pude más que pensar que, tal cual como lo decía Galeano, las venas abiertas de América latina hacía quinientos años que no paraban de drenar. Por un momento pensé que aquella manifestación de cholitas tapadas con mantas y echarpes para paliar el duro frío que bajaba del cerro, ojalá se convirtiera en un pequeño torniquete que intentara poner fin a la que se predecía como una hemorragia crónica.
La idea de estar viviendo un posible hito histórico me hizo sentir bien, así que saqué mi cuaderno y me puse a escribir el texto que, algunos años después, disparó esta crónica.