Sus muros siempre estuvieron ahí, mucho antes de que la sombra de la monstruosa Torre de Miranda lo atrapara. Las décadas han ido pasando y la peculiar construcción ha sobrevivido.
Perdida su función original, hoy su suelo acoge el aparcamiento de los vecinos que habitan el edificio, pero las líneas y los números que marcaban las jugadas todavía se aprecian en las desconchadas paredes.
En la década de los veinte del pasado siglo eran muchas las tardes en las que Vicente, acompañado de algún amigo de Bilbao y de más de un paisano mirandés, acababa las jornadas veraniegas dando pelotazos contra aquellas paredes, para después recobrar el aliento con un buen trago de txacolí.
Ya no era un chaval, pero las fuerzas que en sus años mozos le llevaron a convertirse en pionero de un deporte tan exigente como el ciclismo, aún le acompañaban.
Vicente Fatrás Neira había nacido en Arrigoriaga en 1872 en una España convulsa encabezada por un rey italiano en el que nadie creía.
Una nación amenazada por los odios fratricidas de los que anhelaban un cambio en forma de República que nos sacara de la miseria, la desigualdad y el atraso crónico, y por los que veían sus privilegios amenazados y ponían sus esperanzas en la vuelta de los valores tradicionales de la monarquía, personalizándolos en las dos ramas enfrentadas de los Borbones que tanta sangre habían hecho derramar durante décadas a los españoles.
Cuando aquel niño cumplió dos años su familia se trasladó a Bilbao, una ciudad que intentaba recuperarse del terrible “sitio” que acababa de padecer en el marco de la última Guerra Carlista.
El chiquillo fue creciendo hasta convertirse en un mocetón de aspecto escandinavo, que destacó en un bisoño deporte que empezaba a calar entre la gente de aquellas tierras, el ciclismo.
Con su aspecto inconfundible, camisa de mangas largas, pantalón y medias altas, con zapatos y su cabeza cubierta con visera provista de guarda cogote, se lanzó a las carreteras sobre una bicicleta de ruedas macizas y piñón fijo.
Había que ser muy valiente o muy insensato para tirarse cuesta abajo por las carreteras sin asfaltar, con los pies colocados en los descansillos situados en la horquilla delantera y así escapar de los endemoniados giros de los pedales.
Vicente se lanzó muchas veces y consiguió triunfos en los años 1893 y 1894 en carreras entre Bilbao y San Sebastián o entre Bilbao y Balmaseda. No existían vueltas a España ni Tour de Francia pero el germen de la afición ciclista vasca ya estaba en camino y Vicente Fatrás se convirtió en uno de los pioneros del ciclismo vizcaíno.
Eran tiempos de cambio, Bilbao hervía y crecía en el centro de un desarrollo económico imparable. La sociedad vasca se movía y estaba más viva que nunca.
Mientras, a su alrededor el mundo se tambaleaba. España agonizaba herida por los terribles sucesos que se habían producido en Cuba, derrotada y humillada por la pérdida total de lo que se vino a llamar “las últimas posesiones del Imperio Español”, con unos políticos en Madrid que se repartían el poder según sus intereses y con el consentimiento de una Corona ajena a los problemas de un pueblo empobrecido.
En Bilbao se vivía en dos mundos diferentes, por un lado el de aquellos burgueses enriquecidos con la explotación de su riqueza mineral que alimentaba los hornos de la siderurgia vasca, favoreciendo a su vez el desarrollo de un potente sistema financiero; y por otra parte, el de las masas obreras y mineras que dejaban su sudor y su sangre trabajando para sus amos y que poco a poco estaban tomando conciencia de clase y aspirando a una mejores condiciones ya no solamente de trabajo sino de vida.
Así, aprovechando la debilidad del Estado, corrompido y mal gobernado por una anacrónica monarquía borbónica sustentada por un sistema político caciquil, entre algunos vascos prendió la llama del nacionalismo.
Al mismo tiempo de la miseria y la desigualdad fomentada por aquellos hipócritas que se construían palacios en la margen derecha de la ría bilbaína, que a la vez que despreciaban a los “maquetos”, castellanos o gallegos, que llegaban para contaminar sus tradiciones y su tierra, los explotaban hasta la extenuación, nacían las organizaciones obreras y los partidos de clase que se desarrollaban cada vez con más fuerza entre los trabajadores.
En aquel ambiente enloquecido, Vicente fue desarrollando su vida laboral, trabajando en la empresa familiar, “Fatrás Hermanos“, que se dedicaba al comercio y distribución de material de construcción.
En 1901 el negocio estaba en la Calle Santa María, dos años después abrieron otro almacén en el Muelle de la Naja y en 1916 constituyó con otro socio la empresa “Salinera Bilbaína”, situada en el muelle Churruca. Pero su actividad empresarial, que le permitió mantener una posición económica desahogada, no le alejó de sus inquietudes sociales y políticas, al contrario.
Imbuido de un fuerte espíritu republicano, que sin duda había adquirido en el seno de su familia ya que su padre, Hilario Fatrás, llegó a ser vicepresidente del Partido Republicano Progresista en 1893, dio el paso y se presentó a las elecciones municipales en 1901, siendo elegido concejal del Ayuntamiento bilbaíno representando a una coalición republicano-liberal.
Coetáneo de Sabino Arana fue testigo del auge del nacionalismo, lo que para un hombre profundamente amante de su tierra pero de sentimiento liberal y anticlerical, y con una clara idea del republicanismo como elemento de progreso y de ruptura con las ideas tradicionales que atenazaban e impedían el desarrollo de la sociedad española, no tuvo que ser fácil.
Vicente siempre se mantuvo en la primera línea de la vida social y política de su tierra. Primero como concejal en el Ayuntamiento durante diez años y posteriormente siendo elegido Diputado Provincial en dos ocasiones, en 1917 y 1919.
Perteneciendo al Partido Republicano Radical Socialista desde 1929, concurrió a las elecciones generales de 1931 lo que le llevó a formar parte del Congreso de los Diputados español en las primeras Cortes de la Segunda República. Perteneció a la Sociedad “El Sitio” de Bilbao desde 1890 de la que llegó a ser Presidente en 1930 y en 1905 ostentó el cargo de Presidente del Casino Republicano de La Villa.
Pero este bilbaíno, como otros paisanos suyos que se lo podían permitir, buscó un refugio fuera de su querida tierra para poder escapar algunas temporadas del año de sus obligaciones laborales y, sobre todo, de su agitada vida social y política.
Y qué mejor lugar que una ciudad como Miranda de Ebro, bien comunicada por ferrocarril desde que en 1863 se inaugurara la línea Bilbao-Miranda, con un clima más benigno que el de la capital vizcaína que en verano resultaba sofocante, y con un aire limpio, que carecía de los humos de la industria siderúrgica que, en ocasiones, hacia irrespirable el aire de Bilbao.
En Miranda se podían tomar las aguas en su balneario de Fuentecaliente, alrededor del cual se construyeron establecimientos hoteleros a los que gentes del Norte acudían con gran asiduidad.
Seguramente, en uno de ellos, como el hotel la Bilbaína, cuyo nombre todavía se intuye sobre el edificio que hoy sigue en pie, se hospedaría la familia de Vicente en las primeras visitas a nuestra ciudad.
El caso es que poco a poco la familia Fatrás fue creando un fuerte vínculo con Miranda, hasta el punto de que, en un momento dado, decidieron que éste era el lugar adecuado para establecer una residencia más estable.
El negocio familiar debía marchar muy bien, por lo que se plantearon la construcción de un edifico propio, un chalet independiente que les permitiera vivir con las comodidades de las que no podían disfrutar viviendo en el centro de la capital vizcaína.
De esta manera, según consta en los archivos municipales, el 11 de diciembre de 1919 el ayuntamiento concedió a Vicente Fatrás licencia para la construcción de una vivienda en un solar contiguo a la C/ Cid, actual Parque Antonio Machado, justo delante de donde hoy permanece dormido y escondido el Frontón de La Torre de Miranda.
No fue mala la elección ya que, frente a la vivienda levantada en los primeros años veinte, se abría en todo su esplendor el nuevo parque de la ciudad. Inaugurado en 1916 llevaba el nombre del alcalde que había promovido su construcción, Don Ignacio Gómez y Gómez y se encontraba en el centro del nuevo ensanche, a medio camino de la estación de tren y el centro urbano, Aquende el Ebro.
Pronto, aquel que estaba destinado a ser el pulmón de Miranda, cambió de nombre y pasó a llamarse Parque de Alfonso XII, lo que no dejaba de ser paradójico para un republicano vecino del “parque real”.
Vicente Fatrás y su familia seguramente disfrutaron plenamente durante aquellos años en nuestra ciudad, un lugar amable que por su situación geográfica bien comunicada y cruce de caminos estaba acostumbrada a recibir a los forasteros sin reticencias.
Para Vicente, el final de la década tuvo que ser especialmente intenso. Militante del Partido Republicano Radical Socialista, vivió de cerca la situación creada tras la caída de la Dictadura de Primo de Rivera, vio cómo las posibilidades de alcanzar el objetivo del republicanismo aumentaban y, sin duda, fue testigo de las conversaciones que se celebraron en San Sebastián en Agosto de 1930 en las que su partido fue protagonista.
Allí se pusieron las bases para la tan ansiada caída de la Monarquía, que solo unos meses después se daba por finiquitada tras las elecciones del 12 de abril que se entendieron como el plebiscito que legitimó la Segunda República, proclamada dos días después.
A partir de aquí comenzó una carrera desenfrenada en la que los españoles, como tantas veces a lo largo de su historia, acabaron despeñándose por el abismo cainita que siempre nos ha definido. Por cierto, en aquel año nuestro querido parque abandonó su monárquico nombre para pasar a llamarse parque de Pablo Iglesias.
Fatrás se presentó a las Elecciones Generales de junio de 1931 por el distrito de Vizcaya capital y la candidatura del bloque de izquierdas en la que se integraba obtuvo un gran triunfo con el 51,8% de los votos, el 28 de Junio era diputado de las Cortes en Madrid.
Aunque sus intervenciones no fueron muy numerosas, en las que más eco tuvieron hizo hincapié en que los dos problemas fundamentales de aquellas Cortes Constituyentes eran la elaboración de una constitución democrática y el abordaje del tema del País Vasco.
El Partido Republicano Radical Socialista era la tercera fuerza en las Cortes Constitucionales y participó activamente en los debates tendentes a elaborar la Constitución, así como en todos los gobiernos del primer bienio republicano. Sus representantes lideraron controvertidas reformas, como la agraria o la educativa, también promovieron la ley del divorcio y Victoria Kent impulsó la reforma penitenciaria.
Pero, a medida que se avanzaba, todo se tensaba más y si en los primeros meses de euforia la esperanza republicana, con un amplio respaldo no solo de los partidos de izquierdas sino de sectores de la derecha claramente antimonárquicos, parecía que podría con todo, la realidad española se fue imponiendo.
El afán de cambio que impulsaba a aquellos primeros gobiernos republicanos no iba en paralelo con la realidad social de nuestro país. Instituciones con un fuerte arraigo, como la iglesia y el ejército, se veían agraviadas y desde el principio conspiraban contra el nuevo régimen. Los propietarios latifundistas, herederos de un sistema agrario secular, luchaban contra una reforma agraria que les agredía.
Mientras que, en el lado opuesto, las masas empobrecidas de jornaleros y obreros clamaban por medidas más drásticas imbuidas por ideas revolucionarias que hacían tambalearse todo el sistema. Los anarquistas y comunistas no lo ponían nada fácil y veían en la República a un gobierno de burgueses que no satisfacían sus demandas y que además les reprimía de manera similar a la antigua Monarquía.
Para colmo, los problemas de Cataluña y el País Vasco se acrecentaban y los nacionalistas, que veían en la debilidad de la bisoña República su oportunidad, apretaban más que nunca.
Todo se iba radicalizando y en noviembre de 1933 se celebraron nuevas elecciones.
Con una izquierda muy dividida frente la derecha bien organizada, la derrota estaba servida. Los católicos con Gil Robles a la cabeza habían formado la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), los monárquicos fundaro Renovación Española, encabezada por José Calvo Sotelo y la ultraderecha había agrupado las pequeñas organizaciones fascistas que habían ido surgiendo en torno a la Falange Española, fundada por José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador.
El partido de Vicente Fatrás, muy debilitado por las continuas rupturas que había sufrido, pasó de ser la tercera fuerza política a obtener un solo diputado. Él, que se había vuelto a presentar como candidato por Vizcaya, se quedó fuera del Parlamento. El Partido Republicano Radical Socialista acabó desapareciendo en septiembre de 1934 tras fusionarse con el Partido Radical Demócrata y formar Unión Republicana.
Vicente, después de aquella derrota, con más de sesenta años y cansado seguramente de la situación, ya no se volvió a presentar para ningún cargo público. A partir de entonces fue testigo de cómo la situación de nuestro país se iba pudriendo, con posturas más radicalizadas cada día y situaciones terribles que no presagiaban nada bueno.
Con la entrada del nuevo gobierno, las reformas emprendidas quedaron paralizadas, y los Estatutos de Autonomía se bloquearon.
El país se polarizó definitivamente entre derechas e izquierdas y en octubre de 1934, una huelga general convocada por los dirigentes socialistas, derivó en Asturias en una insurrección armada revolucionaria y en Cataluña dio lugar a que el Presidente de la Generalitat, LLuis Companys, declarara la independencia. La intervención del ejército acabó con todo y restableció el orden, pero la represión y la sangre derramada hacían que la herida fuera cada vez más grande.
El desgaste y los casos de corrupción hicieron insostenible la continuidad del gobierno derechista y en febrero de 1936 se convocaron nuevas elecciones.
En un país radicalizado, la izquierda se unió en un Frente Popular que obtuvo la victoria. Pero aquella amalgama de partidos de izquierdas mostró su debilidad desde el principio y sus fisuras se fueron agrandando. La izquierda obrera adoptó una posición revolucionaria y la derecha pasó a una provocación abierta y deliberada.
Los enfrentamientos y los asesinatos entre grupos radicales se sucedían, entre mayo y julio hubo una imparable escalada de violencia por todo el país.
Miranda no fue ajena a aquel clima de violencia. En mayo, unos 50 manifestantes asaltaron el Centro Tradicionalista de la ciudad y el casino, causando graves destrozos. El día 23, el Alcalde Emiliano Bajo, elegido en las elecciones de Febrero por el Frente Popular, fue apuñalado en la sastrería que regentaba y como protesta se convocó una huelga de 24 horas por la UGT y la CNT que tuvo como consecuencia el incendio de la Iglesia de San Nicolás.
La dinámica de acción-represión fue imparable y en el Parlamento los líderes de la derecha y el gobierno se enfrentaban en debates acalorados en los que se vertían acusaciones y amenazas que encendían aun más la situación.
En este contexto, el ejército al que la República quiso modernizar y apartar del papel protagonista en la política que durante todo el siglo XIX había tenido, seguía conspirando, esperando el momento que le permitiera dar el golpe definitivo a un Régimen al que nunca fue afecto.
Tras una serie de intentos fallidos y conspiraciones interrumpidas, por fin llegó el momento. Con el General Mola a la cabeza, en Julio del 36 se precipitó todo. Unos sucesos concretos en aquella espiral de violencia sirvieron para el detonante final y, según dicen, para que el General Franco se uniera definitivamente al golpe.
El 12 de Julio es asesinado en Madrid el Teniente Castillo por pistoleros de extrema derecha. Castillo, significado republicano, estaba en el punto de mira por su participación en unos hechos anteriores en los que había participado con su unidad de Guardias de asalto y, como consecuencia de un tiroteo se había producido la muerte entre otros de Andrés Saenz de Heredia, primo del fundador de la Falange José Antonio Primo de Rivera.
Aquel crimen fue respondido por sus compañeros con el secuestro y asesinato de José Calvo Sotelo, líder del Bloque Nacional.
El 17 de Julio se produjo la rebelión en Marruecos.
El Golpe de Estado no triunfó o por lo menos no lo hizo en gran parte del país, pero lo que sí consiguió es que la espita del odio se abriese y llegara el momento de los ajustes de cuentas.
Si la deriva de aquella situación fue un enfrentamiento armado que duró tres años, los primeros días del alzamiento militar ahogaron al país en una orgía de sangre y de venganzas que se fue decantando en cada población en función del bando que se hubiera impuesto.
En Miranda, Vicente y su mujer Balbina, como otros paisanos suyos que disfrutaban de su descanso veraniego, muy intranquilos por la situación y por las confusas noticias que llegaban aquel 18 de Julio, intentarían ponerse en contacto con los suyos en Bilbao.
Seguramente se sentirían relativamente seguros al ver cómo desde la corporación mirandesa, integrada mayoritariamente por ediles del Frente Popular encabezada por su alcalde D. Emiliano Bajo, se tomaban medidas en colaboración con las fuerzas de la Guardia Civil al mando del Capitán Emiliano Quintana Caicedo, condecorado por las autoridades republicanas por su lealtad a las instituciones vigentes, para mantener el orden e incluso para defender la ciudad ante un hipotético ataque armado.
Pero la distribución de armas al anochecer entre militantes del Frente Popular, y la partida de varios concejales hacia Éibar en busca de más armamento no presagiaba nada bueno.
Aquella noche la tensión se fue disparando y algunos grupos empezaron a tomarse la justicia por su mano ocasionando incendios en varias iglesias y asaltando también las viviendas de algunas familias falangistas.
Esa situación no podía durar mucho, Miranda era una excepción en la conservadora provincia burgalesa, y el dominio de la izquierda con fuerte implantación de organizaciones obreras y sindicales no existía en ninguna otra población.
De hecho, en la capital, los acontecimientos se estaban sucediendo de manera opuesta. Los sublevados eran una amenaza y el Gobernador Civil se puso en contacto con el Capitán Emiliano Quintana Caicedo, como oficial con acreditada lealtad a la República para que se desplazara a Burgos para reforzar a las fuerzas constitucionales. Según su criterio en Miranda no había peligro de que triunfaran los golpistas y con la defensa civil organizada desde el ayuntamiento debía bastar para mantener el orden.
Pero los acontecimientos se desarrollaron demasiado rápido y para cuando los guardias desplazados de Miranda llegaron a la capital tanto el Gobernador Civil, que moriría días después asesinado por los falangistas, como el general jefe de la VI región militar, Domingo Batet, que sería fusilado posteriormente tras ser condenado en Consejo de Guerra a dos penas de muerte, habían sido detenidos por los sublevados.
En aquellas circunstancias el Capitán Caicedo, dejando a un lado su lealtad republicana, se unía a los sediciosos con toda su unidad armada.
A primera hora de la mañana, por orden del Jefe Provincial de la Guardia Civil, estaba de vuelta en Miranda con unos sesenta hombres a su mando dispuesto a liberar la ciudad de las “hordas marxistas”, a las que hasta el día anterior había protegido y con las que había convivido pacíficamente.
Cuando aquella mañana del día 19 Vicente oyó los primeros disparos, pensó que algo iba a cambiar, temía por su seguridad pero sobre todo sabía que ya no habría vuelta atrás y que todo por lo que habían luchado comenzaba a peligrar.
En el puente de Carlos III se produjo el tiroteo, desde Aquende los guardias, en el barrio de Allende los obreros y ferroviarios escasamente armados. En la refriega dos muertos, uno de cada lado y varios heridos, pero pronto se produjo la desbandada de los que defendían la ciudad, mal pertrechados y sin disciplina poco pudieron hacer contra una fuerza militar organizada.
Una segunda escaramuza se produjo aguas abajo cuando parte de los que se habían enfrentado a los guardias en el puente huyeron por la orilla del Ebro y fueron interceptados por grupos de falangistas de Ircio y Zambrana en el momento en que intentaban cruzar el río por el vado de Revenga. Allí fueron acribillados sin piedad, el río se tiñó de rojo y más de veinte mirandeses perdieron la vida.
La mañana del 19 de julio acabó la guerra en Miranda y comenzó la represión.
La opción de salir de Miranda y volver a Bilbao era la más razonable para Vicente y su familia, pero cómo hacerlo. Ni siquiera estaba clara cuál era la situación, aunque el hecho de que esa mañana un convoy ferroviario con dirección a la capital vizcaína se hallase detenido en la estación de Miranda, ya hacía sospechar que un muro invisible se estaba alzando entre una zona y otra.
La sorpresa debió ser máxima y la tensión también, sobre todo porque ya ese día se habían hecho ver por las calles no solamente uniformes falangistas locales sino también requetés que habían llegado de fuera de la ciudad.
El Sr. Ercoreca iba precisamente a su casa, donde rápidamente se dirigieron y donde le relató su situación. Le contó que se encontraba en Miranda desde las 2 de la tarde del día anterior, cuando procedente de Madrid, donde se había desplazado hacía unos días acompañado de otros miembros de su corporación para resolver distintos asuntos concernientes al Ayuntamiento bilbaíno, había llegado en el tren Express que estaba retenido en la estación.
En vistas de que no pudieron continuar viaje había optado por hospedarse en el Hotel Egaña junto con otros doce pasajeros. Le transmitió la preocupación que tenía por el resto de personas que seguían dentro de los vagones de tercera en unas condiciones francamente malas.
Y le explicó que hacía unas horas, cuando acababa de comer en el hotel, se presentó un coche en la puerta del establecimiento del que descendieron dos guardias civiles y un paisano que, una vez que le localizaron, le invitaron a acompañarle al cuartel.
Allí se le comunicó su situación de detenido y asistió a la llegada de dos jóvenes, uno de ellos, como sabría más tarde, hermano del que le había denunciado.
Los muchachos fueron interrogados y hablaron muy bien de él, considerándolo un hombre bueno, muy buen alcalde y muy querido por su pueblo. Ernesto les estaba agradecido porque no cabía duda de que aquellas declaraciones influyeron en el Capitán que más tarde le comunicó que, dado que las instalaciones del cuartel no eran las más apropiadas, aunque siguiera detenido le daba la posibilidad de alojarse en la vivienda de algún conocido de la localidad.
Fue entonces cuando le propuso que le permitiera hacerlo en la casa de su amigo Vicente Fatrás que era a donde se dirigía cuando se produjo el inesperado encuentro.
Aquella tarde la casa de Fatrás se convirtió en un pequeño corazón de Bilbao, en punto de encuentro. Enterados muchos de los veraneantes vizcaínos de que su alcalde se encontraba allí, acudieron a arroparle y a la vez a intentar obtener alguna información de cuál podía ser la situación en sus hogares.
El Sr. Ercoreca, gracias a la colaboración del jefe de la estación de Miranda, había podido comunicarse por teléfono con Paulino Gómez Beltrán, destacado socialista y compañero de la corporación municipal, poniéndole al corriente de la fidelidad de las fuerzas del orden de la capital y de la detención de los pocos oficiales que en el cuartel de Garellano secundaban la insurrección.
Todo parecía estar controlado y los acontecimientos eran muy distintos a los que se estaban produciendo en Miranda.
Vicente y Balbina tuvieron aquel día un arduo trabajo para ejercer de anfitriones y poder atender a sus conciudadanos.
Al día siguiente, martes 21 de Julio, la Guardia Civil llamó a la puerta. Solicitaban la presencia de Ernesto Ercoreca para trasladarle al cuartel.
Cuando el alcalde traspasó el umbral, un nutrido grupo de “lobos sedientos de sangre”, con uniformes falangistas rodeaban la casa, apuntando con sus armas a aquel hombre, que con enorme resignación se dirigía a un futuro incierto.
Vicente, consciente de lo peligroso de la situación, observaba impotente la escena desde el interior de la vivienda. Mientras, Balbina en el momento en que el anciano alcalde, una vez que el cabo de la Guardia Civil con un leve gesto hizo deponer las armas a los falangistas, comenzaba a alejarse, no se pudo reprimir y desde el zaguán gritó, ¡Ánimo Ercoreca!
Hasta Ernesto llegaron sus palabras que, orgulloso y con el corazón encogido, continuó su camino.
Allí quedó el matrimonio, desolado, sumido en la mayor de las incertidumbres y desesperado ante un futuro incierto que no auguraba nada bueno ni para su estimado amigo ni para ellos.
Para Ernesto Ercoreca todo parecía apuntar en la misma dirección, él no lo sabía en aquel momento, pero en Miranda la Corporación Municipal ya había sido detenida y por la ciudad la búsqueda de presas había comenzado. Cualquiera que hubiera tenido relación con la izquierda era un objetivo y al que no se eliminaba en el momento de su captura sería asesinado tras un juicio sumarísimo o tras una posterior “saca” de la prisión.
El Alcalde de Bilbao era demasiado valioso para matarlo sin más, seguramente por ese motivo se extremó el cuidado de La Guardia Civil y, a pesar de que el trato en el cuartel no fue demasiado correcto siendo abofeteado y amenazado de muerte, las fuerzas del orden impidieron que la masa exaltada que intentaba forzar la puerta consiguiera sus fines, evacuando al alcalde a Vitoria.
La suerte lo siguió acompañando y, después de pasar por la cárcel de Pamplona y ver cómo eran ejecutados sus compañeros de encierro, fue elegido para un intercambio por mediación de la Cruz Roja, algo poco usual en el conflicto, siendo canjeado en San Juan de Luz por Esteban de Bilbao Eguia, líder de la Comunión Tradicionalista, que se hallaba preso en Bilbao y que en agosto de 1939 fue nombrado Ministro de Justicia para posteriormente desde 1943 presidir las Cortes Generales durante 22 años.
Pero la suerte de su amigo nunca llegó a conocerla Vicente. Horas después de su detención, de nuevo volvieron a sonar golpes en su puerta, alguien reclamaba la maleta y las pertenecías de Ernesto, se las iban a devolver. Él, por supuesto, nunca las llegó a ver.
Después de aquello la situación se tornó en espera. Era fácil imaginar que, vigilados como estaban, con las alimañas al acecho, la presa no se podía escapar.
Balbina y Vicente tendrían tiempo para despedirse, para repasar una vida intensa repartida entre el trabajo y la pasión por los deseos de cambio de una sociedad con la que estaban fuertemente comprometidos. Seguramente recordarían buenos momentos vividos en nuestra ciudad que les había acogido como uno más y en aquella casa junto al parque construida con ilusión convertida hoy en su prisión.
Y, al fin, el momento llegó. Hombres armados, uniformados, requetés quizás, falangistas de Miranda tal vez o quizás de fuera, unos denunciaban, otros actuaban, qué más daba.
Llaman a la puerta, en la complicidad de la noche, a Vicente le reclamaban, él la mira, ella lo abraza, a la fuerza lo arrebatan.
A rastras se lo llevan, hacia un coche lo abalanzan, Balbina queda sola en la puerta sin esperanza.
Y después ya nada.
La espera, la desesperación, ella acude a la autoridad pero nadie le dice nada. Desprecio, miedo y amenazas.
Días después, la respuesta. Debe irse de su casa, aquel que fue su hogar ya no volverá a ser su casa.
Balbina tuvo que refugiarse en el domicilio de su criada, y hubo de cerrar la boca y dejar de buscar a su marido porque él ya no era nada, lo habían fusilado como a tantos y su fosa era toda España.
Tuvo que ver cómo los asesinos se adueñaban de su propiedad para convertirla en el centro de su organización, la casa de Fatrás se convirtió en la sede de Falange. Donde un día la vida discurría feliz y apacible alrededor de aquella familia bilbaína y los suyos, los cacharros del nuevo orden patrio, impusieron su orden y su ley desde el terror y el miedo.
Balbina de la Horra Herrerías, volvió a Bilbao y allí permaneció en su casa de la calle Barrencalle Barrena, en silencio, como muchos otros, siempre con temor, siempre esperando que algún día pudieran venir a buscarla. Como sucedió en 1942 cuando agentes de la brigada de información se presentaron para registrar su domicilio y requisar cualquier documento relacionado con su marido. A Vicente no solo había que matarlo, como a tantas víctimas había que borrarlo, como si no hubiera existido.
Lejos de superarlo, el dolor siempre estaba presente.
Tras el fin de la “cruzada” y la victoria de Franco y sus aliados el paso lo marcó la sotana y el espadón, y no hubo piedad para los vencidos.
Pero el tiempo pasó y el camaleónico régimen fue sobreviviendo, los españoles sorteando las carencias y dificultades se acostumbraron a vivir en aquel gris y anacrónico país.
En Miranda, como en tantos otros lugares, las víctimas soportaron el dolor de vivir con sus verdugos, y sufrieron el doble castigo de no recordar a sus muertos.
Ese silencio que atravesaba a las familias y el terrible temor de los que vivieron el horror del enfrentamiento, provocaron el efecto del olvido.
La casa robada a Fatrás cayó, en la década de los sesenta el progreso y uno de esos horrendos planes de viviendas sociales, quisieron que aquella finca formara parte del gigantesco proyecto de La Torre de Miranda.
En 1967 se entregaron 200 viviendas, construidas en una inmensa mole sobre la que sobresalía una Torre de 16 pisos, algo inédito en nuestra ciudad.
Con la muerte del dictador, la democracia volvió y poco a poco de las sombras del olvido se rescataron los recuerdos. La realidad social en la industrial y trabajadora Miranda hizo que, desde las primeras elecciones municipales, los concejales democráticos pertenecieran mayoritariamente a partidos de izquierda. Desde entonces, excepto en breves periodos de tiempo, la vara de mando local la han ostentado alcaldes socialistas.
Nuestro último alcalde republicano fue reivindicado y muchos nos enteramos entonces de cuál fue su triste destino. Emiliano Bajo está hoy presente en un nuevo parque, último pulmón verde de Miranda.
Junto a él, en otro monumento conmemorativo se recuerda a los mirandeses que en aquellos días oscuros perdieron su vida por defender el gobierno legítimo de la República.
Antonio Machado dio su nombre a nuestro antiguo parque de la calle de la estación y hasta figuras más discutidas para algunos, como Pasionaria, son recordadas, en algún rincón de nuestra ciudad.
Pero de un Republicano de Bilbao que adoptó nuestra tierra como segundo hogar, que convivió y disfrutó con los nuestros, que compartió tardes de juego en aquel viejo frontón nadie se acordó.
Por eso hoy, que las viejas paredes del frontón de la torre, desconocidas e ignoradas para la mayoría de los mirandeses, se ven amenazadas por la piqueta de la expropiación, no estaría de más reconocer la figura de un republicano íntegro, bilbaíno de nacimiento y mirandés de derecho antes de borrar la última huella de su existencia.
Uno de los hijos más ilustres de nuestra ciudad que quedó entre nosotros para siempre.
Vicente Fatrás Neira sigue aquí, en nuestro parque Antonio Machado, en el lugar en que se alzaba su casa y en las paredes olvidadas del frontón que todavía nos acompaña.
En el cementerio de Derio una tumba vacía nos recuerda su historia. Contra la intención de los asesinos su familia nunca le olvidó, no le olvidemos nosotros y recuperemos su memoria y su legado, se lo debemos.
Y si de algo estoy seguro es que, si pudiera verlo, Antonio Machado, el gran poeta andaluz, estaría orgulloso de reencontrarse con su compañero.
Fuentes:
- https://mirandaebroenlamemoria.wordpress.com/2017/08/
- https://www.amaikaproject.org/bilbao-18-de-julio-de-1936/.
- https://infomiranda.wordpress.com/2013/11/17/alzamiento-y-represion-en-miranda-de-ebro/
- https://memoriasclubdeportivodebilbao.blogspot.com/2015/05/
- http://www.mirandadeebro.es/Publicaciones/arquitectura_en_miranda/files/publicacion_.pdf
- http://amurriodenuncianuncia.blogspot.com/2017/03/caminar-pausado-entre-tumbas-de.html
- http://bidebarrieta.com/includes/pdf/Arizaleta_20141201200848.pdf